Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 29 de enero de 2012 Num: 882

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El caballo de Turín: más allá del bien y el mal
Antonio Valle

Café y revolución
Montserrat Hawayek

Peña Nieto y el Golem
Eduardo Hurtado

La maldición de Babel: Pacheco, Borges, Reyes
y el Tuca Ferreti

José María Espinasa

Eros, Afrodita y el sentimiento amoroso
Xabier F. Coronado

EL SIGLO XIX, inicio
de la era mediática

Jaimeduardo García

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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El caballo
de Turín:

más allá del
bien y el mal

Antonio Valle

A Luis Tovar

Hay casos en que los psicólogos somos como los caballos:
nos sentimos inquietos cuando vemos moverse
ante nosotros nuestra propia sombra.
El ocaso de los ídolos,

Friedrich Nietzsche

Como debe ser –antes de publicar sus notas sobre películas que se encuentran en exhibición–, algunos críticos y especialistas tuvieron cuidado de no revelar demasiadas claves de El caballo de Turín. Aunque varias de sus reflexiones privilegiaban el valor “indiscutible” que tiene la imagen sobre el resto de los elementos, me pareció que aunque este filme no hace concesiones a las tendencias discursivas más burdas, tampoco es una obra que apunte hacia el cine mudo. Es cierto, en esta historia se dicen pocas palabras pero, justamente por eso, son imprescindibles. Otros ensayistas celebraban la fotografía de Fred Kelemen pero decían que en ella había algo de somnífero. En efecto, algunos plano-secuencias pueden provocar reacciones tipo “ensoñaciones diurnas”, ya que el tiempo en este filme es parecido a la sensación del  paso del tiempo que tienen algunos sueños; aunque desde las primeras tomas cerradas del caballo, y especialmente los retratos inspirados en el poderoso cine expresionista alemán, es evidente su fuerza extraordinaria.

En cuanto a la música de Mihály Vig, seguramente inspirado por Nietzsche –que en El origen de la tragedia abordó uno de los ensayos más lúcidos en torno al espíritu de la música–, ésta es una corriente subterránea que no deja de latir durante todo el filme. Por supuesto, la clave argumental se encuentra en la mítica escena del caballo de Turín, anécdota del nervous break down irreversible que sufrió el filósofo alemán en 1889. En esta cinta, más que al concepto del eterno retorno, Béla Tarr hace el recorrido de un viaje para el que ya no habrá regreso. Una “inocente” transgresión irá revelando la intensidad dramática, cuando el protagonista “venza” la última resistencia con la que oculta su aviesa intención. Invalidado de la mano derecha, tan clásico como siniestro, el personaje codicia, con el ojo cíclope de las fuerzas pasionales desatadas, el alimento crudo que terminará engullendo. Así quebrantará la frontera que separa, como dice Lévi-Strauss, a lo crudo de lo cocido, es decir a la naturaleza de la civilización.

No puedo evitar decir que no hay nada más desalentador para los espectadores potenciales que avisarles: “en este filme no hay una historia”, ya que esta cinta ha sido confeccionada mediante una trama de zurcido –fino e invisible– extraordinariamente consistente, que recuerda las milenarios enredos entre Tiestes y Pelopia; pero también al caso más reciente de la austríaca Elizabeth Frtzl, quien permaneció retenida por su padre en un sótano durante veinticuatro años. Es asombroso descubrir lo que se propone Béla Tarr cuando presenta a un grupo de gitanos, paganos y felices, atravesando el páramo mortal en el que permanecen azogados los protagonistas. O que un monólogo, por demás contemporáneo, rebose de referentes nihilistas y apocalípticos. En El caballo de Turín –al cual, por cierto, algunos identifican como yegua; ¿acaso estarían pensando en The nightmare, la pesadilla de Borges?–, el animal se niega a beber agua de un pozo que fatalmente está a punto de secarse, lo cual, simbólicamente, significa que se han roto los vasos que comunicaban las aguas del inconsciente con la tierra yerma. No en balde los aforismos cáusticos escritos en Más allá del bien y el mal, cuyo subtítulo es: Preludio para una filosofía del futuro, son considerados como precursores de otro de los llamados maestros de la sospecha, el creador austríaco de El malestar en la cultura. He aquí dos ejemplos de ello. “En último término lo que amamos es nuestro deseo, no aquello que deseamos.” O: “–Esto no me gusta.–  – ¿Por qué? –Porque no estoy a su altura.”  Más allá de lo evidente, y para estar a tono con El caballo de Turín, donde no sólo no se impone lo “visual” sobre los demás recursos cinematográficos, sino que justamente gran parte de lo que no se ve en pantalla –pero que acaso alcancemos a vislumbrar en el “teatro de luz y sombras” personal–, es lo verdaderamente significativo. Como dice el mismo Nietzsche, “cuando estamos ante la presencia de las cosas más raras, es difícil –por mucho que nos esforcemos– observar el proceso si no es con ayuda de nuestra invención”. Precisamente “eso” –que no vemos– es el “ingrediente” invisible con el que Béla Tarr desafía a nuestra inteligencia. Siendo consecuente con el rigor del guión, al final, el maestro húngaro de plano nos deja ya sin las mínimas palabras, sin imágenes ni aliento, y nos abandona en “la nada”; en medio de esa breve eternidad que es la bóveda de un cine a oscuras; eso sí, rodando hasta el fondo de cada uno en la compañía de un chelo abismal. Es conveniente recordar la presunción de Lévi-Strauss, que consideraba a la música como la mejor vía para aprehender el mythos. Esta excelente pieza cinematográfica hace un homenaje a un hombre de letras que “respiraba” música, porque gracias a ella “las pasiones pueden gozar de sí mismas”. Nietzsche estaba seguro de que “ver las cosas de una manera profunda y radical es ya una violación, un deseo de hacer daño a la voluntad básica del espíritu que tiende siempre a la apariencia y a lo que se encuentra en la superficie”.

Este filme confirma cuán ridículo es asegurar que una imagen vale más que mil palabras. El filósofo que amaba a Dionisos (el que sabía mezclar la música) estaba seguro de que la humanidad eternizaba (fijaba) sólo aquello que ya no podía “vivir ni volar”. Cuando se abrazó a un caballo escarnecido en una calle de Turín, después de pedirle perdón a la bestia, el vibrante filósofo enmudeció para siempre. No es imposible que, antes de morir, Nietzsche escuchara en alguna armonía sus últimos “viejos y queridos… malos pensamientos...” Finalmente, lo obvio (o casi): la cinta del húngaro Béla Tarr está construida con imágenes y palabras inolvidables, con riadas luminiscentes y sonoras que tienen el poder de provocar emociones terribles y extraordinarias.