Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 29 de enero de 2012 Num: 882

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El caballo de Turín: más allá del bien y el mal
Antonio Valle

Café y revolución
Montserrat Hawayek

Peña Nieto y el Golem
Eduardo Hurtado

La maldición de Babel: Pacheco, Borges, Reyes
y el Tuca Ferreti

José María Espinasa

Eros, Afrodita y el sentimiento amoroso
Xabier F. Coronado

EL SIGLO XIX, inicio
de la era mediática

Jaimeduardo García

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Hugo Gutiérrez Vega

No temer a las palabras

Recuerda Eugenio Scalfari que hace doce años, el inteligente cardenal Carlo María Martini, ante la debacle política y social de Italia (que, poco después, empeoró) hizo una afirmación que molestó e indignó a la clase política y a sus contlapaches, los poderes fácticos. Así dijo el clarividente jesuita que fue rector de la Universidad Gregoriana: “Se llega al nivel más alto de la alarma cuando la decadencia moral de la política ya no se percibe como una conducta dañina.” El siniestro capo Berlusconi y sus cómplices de la racista liga llevaron a Italia al nivel de una alarma que ya no se escuchaba, hasta que el resto de la convulsionada Europa gritó con furia que los lobos ya estaban devorando a las ovejas de la clase media y al creciente número de esos seres que la señorita Peña llama “prole”.

Scalfari preguntó al cardenal Martini cuáles eran los pecados más graves para un cristiano y para la Iglesia católica en general. Martini contestó: “Los pecados graves son en realidad muy pocos. Se puede decir que sólo hay un pecado grave del cual derivan los otros. Me refiero a la injusticia. La injusticia es el pecado del mundo y es en contra de ella que se debe luchar, educando a las almas y transformando los corazones.” Es claro que Martini quería insistir en la gravedad de la situación derivada de la injusta distribución de la riqueza, pero el jesuita quería ir más allá para llegar a la idea de la falta de amor, de esa caritas que es el eje central del pensamiento cristiano. Practicando la caritas, el amor a Dios se transforma en amor a los otros. “Sólo se puede amar a Dios si se ama a los demás, y para amarnos a nosotros mismos necesitamos amar a los otros. La única manera de acercarse a ellos es amándolos.” Jesucristo nos dejó un sólo mandamiento: “Amaos los unos a los otros.”

Muchas vestiduras farisaicas se han desgarrado y muchos políticos profesionales (en el peor sentido de la palabra) se han escandalizado al escuchar el discurso de Andrés Manuel López Obrador sobre la “república amorosa”. Esas almas diminutas le tienen miedo a la palabra amor y disfrazan sus temores acusando de cursilería a los que la utilizan en el discurso político. Conviene que esos señores de gustos “refinados” y aprendidos en esa escuela de vulgaridad y de cinismo que es el duopolio televisivo, se acerquen a la lectura (me temo que en esa tarea antes imprescindible formen parte del equipo encabezado por los analfabetos funcionales Fox, Peña Nieto y seguido por una interminable lista de políticos, empresarios y hasta profesores que tienen un comercio muy escaso, casi nulo, con la palabra escrita) de textos como el del cardenal Martini y como los de Pico Della Mirandola, Tolstoi y Antonio Gramsci. Ninguno de ellos teme a la palabra amor y, por lo tanto, la utiliza sin reticencias y la aplica a las más ingentes tareas políticas. Por eso no debemos temer a las palabras que expresan las distintas formas de la actitud vital que se requiere para realizar una política sana y genuina (Chomsky dice que la política es un asunto demasiado serio y que, por lo tanto, no podemos dejarlo en las manos de los políticos profesionales). Esas palabras: entusiasmo, simpatía (de estirpe platónica), felicidad (figura en la Constitución de Estados Unidos) y amor (Tolstoi la consideraba como la única emoción válida para la política), deben formar parte del discurso de los ciudadanos que, en una república justa y respetuosa de las libertades primordiales, aspiran a servir a los otros ciudadanos guiados por las razones de la fraternidad, la justicia y el amor. Tolstoi, el anarquista que se consideraba un cristiano libertario y que tanto influyó en la lucha pacifista de Gandhi, dejó un testamento en sus Últimas palabras: “Vivir amándonos los unos a los otros y trabajando la tierra con nuestras propias manos”; mientras que Pico Della Mirandola, humanista ejemplar del Renacimiento, habla del ejercicio del poder como un acto de amor y de alegría. Schiller daba categoría estética a la buena política y Antonio Gramsci retoma la idea expuesta por Marx en su tesis XI sobre Feuerbach: “Los filósofos se han limitado a interpretar al mundo de varias maneras; ahora se trata de cambiarlo.” Ese cambio es otro trabajo de amor que yace en el fondo más entrañable del discurso. Por lo tanto, da un claro contenido filosófico a la praxis. Hablemos de amor, desentrañemos su significado, sabiendo que, como decía Juan Ramón Jiménez: “Quitado el amor lo demás son palabras.”

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