Editorial
Ver día anteriorMartes 31 de enero de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Contrabando de armas y de capitales
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a secretaria de Seguridad Interna de Estados Unidos, Janet Napolitano, dijo ayer que en la ejecución del operativo Rápido y furioso, en el que Washington introdujo a México cerca de dos mil armas de fuego destinadas a un cártel mexicano, se cometieron serios errores (que) no se repetirán nuevamente. En otra información, la firma Global Financial Integrity (GFI) emitió un documento en el que afirma que China, México y Rusia han sido los países con mayores flujos financieros ilícitos, y según esa entidad, entre 2000 y 2008 México exportó capitales de procedencia ilícita por 416 mil millones de dólares. La cifra, que da un promedio anual de más de 50 mil millones, está muy por encima de lo que autoridades como la Secretaría de Hacienda (cuando la encabezaba Ernesto Cordero) reconocen como presencia de dinero inexplicable en la economía nacional: entre 10 mil y 19 mil millones de dólares. A decir de GFI, sólo en 2007 hubo en el país un flujo saliente de capital ilícito de 91 mil millones de dólares, que al año siguiente se redujo a 68 mil 500 millones.

Las afirmaciones de Napolitano y las cifras sobre dineros ilícitos que se introducen en las economías formales, asuntos aparentemente inconexos, tienen un denominador común: tanto el tráfico de armas como el lavado de dinero distan de ser fenómenos marginales en la economía mundial contemporánea: constituyen negocios regulares y consuetudinarios y forman parte del andamiaje industrial, comercial y financiero del mundo, incluidos México y Estados Unidos.

Tanto en lo que se refiere al trasiego de armas como al intercambio de dinero ilegal, Estados Unidos obtiene beneficios objetivos indiscutibles. El primero le permite explotar mercados para un sector importantísimo de su economía –la industria armamentista y los servicios de inteligencia y seguridad asociados– y, aunque Napolitano asegure que en Rápido y furioso se cometieron errores, lo cierto es que esa operación estuvo precedida por otra, igualmente ejecutada por la dependencia estadunidense de control de alcohol, tabaco y armas de fuego (ATF, por sus siglas en inglés, dependiente del Departamento de Justicia), denominada Receptor abierto, en lo que, más allá de toda duda, constituye una práctica regular de Washington: la exportación ilegal de armas destinadas a grupos delictivos.

En cuanto a los flujos de dinero ilícito, es claro que aportan la materia prima al lavado de dinero, actividad que, a su vez, genera voluminosos recursos que para entidades financieras y bancarias estadunidenses representan negocios tan jugosos como los que efectuó el Banco Wachovia entre 2004 y 2007: un manejo de fondos ilícitos por más de 378 mil millones de dólares en triangulaciones con casas de cambio situadas al sur del río Bravo (La Jornada, 30/6/10, p. 25) y como los que han reconocido, entre otras corporaciones, Wells Fargo, Bank of America, Citigroup, American Express y Western Union. Es abrumadoramente improbable que las autoridades económicas de ambos países no detectaran movimientos por sumas como las aquí referidas o que no percibieran, al menos, las distorsiones que tales dineros ilícitos introducen en las respectivas economías. Lo anterior lleva a una duda por demás inquietante: ¿cómo podrían ambos gobiernos ignorar el lavado de dinero como parte de las actividades financieras a la hora de formular los lineamientos económicos oficiales?

Los datos expuestos señalan, también, las desigualdades que se extienden, más allá de la formalidad económica, por el ámbito de lo ilícito: mientras en un caso Estados Unidos produce, vende y trafica armas que matan a miles de mexicanos, en el otro nuestro país, con todo y su pobreza y sus rezagos sociales, se ha convertido en un exportador neto de capitales ilícitos, que en 2007 representaron 8.8 por ciento del PIB. De acuerdo con GFI, el fenómeno se disparó a raíz de la entrada en vigor del Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que facilitó la facturación fraudulenta de manera masiva. Es ésta, pues, una de las consecuencias indeseables que las autoridades mexicanas no fueron capaces de prever en su momento.