Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Los columpios

L

os tres hermanos celebran su encuentro anual. Sentados en la banca de concreto, se relatan su vida, se sonríen, se observan y procuran descubrir bajo sus facciones de adultos a los niños que eran y dejaron de ser en este mismo parque de La Noria, una mañana de enero de 1994.

En aquel momento Andrés, el mayor, acababa de cumplir seis años (El hombre de la casa); Elsa, cinco (La muñequita de la casa), y José, cuatro (El más latoso de la casa). Sus edades, juntas, apenas reunían tres lustros y no obstante, sin sospecharlo, estaban a punto de conocer la soledad que agobia a los ancianos pobres víctimas de todos los olvidos.

El centro de su vida era su madre: Ema. Siguió siéndolo después de que ella se esfumó y lo es aún, cuando ya quedan muy pocas o ninguna esperanza de encontrarla. (Al padre no lo buscan: nunca estuvo.) Sea cual fuere su paradero, si vive, el tiempo la habrá transformado. A sus 49 años tal vez ya no se parezca a la imagen que sus tres hijos guardan de ella y, a pesar suyo, se va borrando como una vieja fotografía en blanco y negro.

Ninguno de los tres hermanos posee un retrato de su madre. ¿Qué niño de seis, cinco o cuatro años lo tiene? Y aunque lo hubieran tenido, ¿cuál de los tres hermanos habría pensado en llevárselo al parque hacia donde los condujo Ema en el amanecer de aquel día de enero?

Bañaditos desde la noche anterior, iban somnolientos, atónitos, ayunos, enfundados en los suéteres que les habían traído los Reyes Magos. Las prendas, dos tallas más grandes, resultaban insuficientes para protegerlos del frío.

(Hoy, mientras lo recuerdan, se estremecen.) Varias veces, camino al parque, Ema se detuvo para cerciorarse de que los suéteres de sus hijos estuvieran bien abrochados, limpió sus narices rojas goteantes con un pañuelo que sacó de entre sus ropas, les frotó las manos para calentárselas y procuró tranquilizarse diciéndose que cuando uno es niño no siente el mal clima.

II

Todos, hasta Elsa que entonces era una criatura de cinco años, recuerdan la expresión dichosa de su madre cuando al llegar al parque encontró los columpios vacíos. Estaba feliz de que sus hijos pudieran ocuparlos enseguida y no como otras veces –en resumen, sólo algunas mañanas de domingo–, cuando tenían que esperar largos minutos a que otros niños, fatigados de tanto mecerse, les cedieran los lugares.

Aquella mañana de 1994 su madre se encargó de asignarle a cada uno el columpio en mejores condiciones, el que no tuviera las cadenas demasiado mohosas o enredadas. Cuando los vio instalados, Ema retrocedió unos pasos y los miró como si estuviera buscando un ángulo favorecedor para hacerles un retrato.

Esperó sonriente a que sus hijos –el hombre de la casa, la muñeca de la casa, el más latoso de la casa– comenzaran a balancearse y luego fue a ocupar el último columpio. Sentada, Ema tenía el aspecto de una persona que se encuentra, con su ficha en la mano, en la sala de un hospital, atenta para el momento en que alguien pronuncie su nombre. Mientras tanto, los niños se retaban para ver quién, impulsándose nada más con sus pies, podía llegar más alto. Mira, mami, mira: ¡estoy volando! (Hoy los hermanos también comparten esa imagen y celebran sus proezas.)

Andrés, Elsa y José estaban tan felices que no se preocuparon cuando su madre abandonó el columpio ni le hicieron preguntas cuando se alejó un poco y dijo: Andrés, quédense aquí. Te encargo mucho a tus hermanos. No me tardo.

Así como el frío, los niños también sienten el paso del tiempo de una forma distinta. Aquella mañana, cuando los interrogaron, ni Adrián ni Elsa, ni José pudieron precisar cuántos minutos llevaba su madre lejos de ellos. Han pasado l7 años desde entonces y los hermanos aún no se ponen de acuerdo. Para Adrián fue una hora, según Elsa una eternidad. José no dice nada: sólo recuerda el miedo y el sabor de sus lágrimas.

Tenían órdenes de no moverse de allí, pero se aventuraron a caminar un poco por el parque en busca de su madre. No apareció por ninguna parte y al fin regresaron junto a los columpios que habían dejado de parecerles divertidos. En silencio, con los ojos muy abiertos y los cuellos estirados, se esforzaron durante largos minutos por distinguir la silueta conocida.

Ninguna lo era. Las personas que empezaban a transitar por el parque iban de prisa, nerviosas, perseguidas por un horario que cumplir, todas indiferentes, menos una mujer. (Los hermanos no recuerdan sus facciones ni el tono de su voz.) Se detuvo frente a ellos, los observó desconcertada y les hizo preguntas: ¿Qué hacen a estas horas aquí? ¿Les dieron permiso de salir de su casa? ¿Por qué están solos? ¿Quién los trajo? ¿Dónde viven?

Los niños no tuvieron ánimo ni valor para responderle. Tomados de la mano, muy juntos, sólo miraban hacia el columpio vacío movido por el viento.

III

Sitiado por monótonas unidades habitacionales, de l994 a la fecha el parque de La Noria ha perdido espacio, senderos y follaje. Donde había setos hay monstruosos animales de cemento en los que cuesta mucho trabajo descubrir la forma de un león, un caballo, un gorila, un elefante. El lugar de la fuente lo ocupa un depósito de basura y de los árboles sólo quedan los troncos desbastados por un escultor figurativo y anónimo.

En este parque ya no se ven resbaladillas ondulantes ni túneles simulados con llantas por donde arrastrarse mientras se finge una aventura extraordinaria. Pero quedan los columpios. Siguen teniendo los mismos asientos de metal y aún los sostienen cadenas mohosas que gimen con el viento como aquella mañana de 1994 en que Andrés, Elsa y José vieron por última vez a su madre.