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Efraín Huerta o la perdurabilidad de la poesía
U

n poema, decía Carlos Montemayor, sólo puede entenderse en función de criterios poéticos: por su lenguaje, sus imágenes, su ritmo, por su eficaz construcción, por la emoción que provoca y no por otros asuntos. Así como un trabajo químico sólo puede medirse químicamente, un poema sólo puede medirse poéticamente.

Sólo así podremos darnos cuenta de que existen malos poemas de amor y malos poemas políticos.

Tenía razón Montemayor: el estar enamorado no exime de hacer un pésimo poema de amor: el ser presa de un arrebato místico o de un fervor religioso, no exime de hacer un mal poema religioso. Y la Orestiada, Antígona o la Eneida son obras geniales, aunque también sean poemas políticos.

Efraín Huerta fue, sigue siendo, un gran poeta que lo mismo escribió poemas eroticos o de amor que poemas políticos. Y como todo poeta, hizo algunos poemas mejores que otros.

Este 20 de febrero, que se cumplen 30 años de la muerte del poeta, da gusto saber que Huerta sigue siendo sus lectores. Lectores nuevos y los que hace medio siglo encontraron en sus versos la voz de la tribu, la otra voz.

El pasado lunes le comenté a Mónica Mansour, atenta lectora de Huerta, que me parecía que habíamos sido un poco ingratos con El Gran Cocodrilo. Si te refieres a los premios, me dijo, ésos no importan. Importan los lectores. Yo se lo comentaba justamente por eso. Efraín Huerta no formó parte de ninguna institución que da cobijo o reconocimiento a los creadores, a ninguna academia y sólo fue premiado cuando se supo que tenía una enfermedad terminal.

Creo que tiene razón Mónica Mansour, sólo importan los lectores: ellos recompensan a los poetas cuando los leen y se sienten recompensados cuando leen unos versos que hablan por ellos o les hacen ver al mundo con un ligero aumento de luz. Ese es el secreto de la actualidad y vitalidad de poetas como Efraín Huerta o Jaime Sabines que desde hace tiempo sólo son sus lectores. Que a otros correspondan mármoles y bronces, títulos y genuflexiones pues únicamente el laurel de los lectores es el que hace a las obras duraderas.

En 1937 Efraín Huerta nos mostró una de las que serían sus obsesiones: considerar a la ciudad no como un contexto o como un paisaje, sino como una figura central en sus poemas. En el número 8 de Letras de México del 16 de mayo publicó La ciudad y su célebre Declaración de amor en la revista Ruta del 15 de julio de 1938. A partir de allí la ciudad se fue incorporando a sus poemas, donde se muestra rotunda e indudable como en Buenos días Diana Cazadora o Avenida Juárez donde calles, avenidas, monumentos, son quizá, sobre todo, una atmósfera amplia y dolorosa o pura, rojiza, cariñosa, donde la noche es grávida de sangre y leche o donde podemos escuchar los gritos de una muchacha ebria o encontrarnos con hombres que en vez de corazón tienen en el pecho un perro enloquecido.

Pero así como la ciudad se instaló en la poesía de Efraín Huerta desde el principio, el amor y el erotismo también. Absoluto amor fue el título de su primer libro, publicado en 1944, y una revisión mínima de su poesía nos permite ver que aun sus declaraciones de odio y sus entusiasmos políticos están atravesados por un mismo sentimiento: el amor que hace indignar al poeta ante lo injusto, ante la miseria, ante la maldad que nos envuelve o lo inivita a incursionar en la poesía erótica.

Quince años antes de morir, Efraín Huerta publicó Borrador para un testamento, donde ratifica al amor como eje de sus poemas: Dije amor a la alondra y a la gacela,/ a la estatua o camelia que abria las alas/ y llenaba la noche de dulce espuma./ He dicho siempre amor como quien todo/ lo ha dicho y escuchado...

Según las críticas literarias Aurora M. Ocampo y Laura Navarrete Maya, en la poesía de Huerta se cumple la sentencia de Ernesto Sabato sobre lo que es un gran escritor: más que un artífice de la palabra, es un gran hombre que escribe. Es verdad, sólo los grandes poetas hacen poesía con sus versos; los demás, literatura.