El factor rarámuri

La sequía, el hambre y la violencia que recorren el país han encontrado un nicho interpretativo no sólo miserabilista sino muy jugoso para la propaganda política de los gobiernos, los candidatos y los grandes consorcios televisivos: los denominados tarahumaras, es decir el pueblo rarámuri de las sierras de Chihuahua. Ahora todo el auditorio ha podido verlos con sus jorongos y sus piernas desnudas, para ponerles la etiqueta de pobres y pobrecitos para tranquilidad de las buenas conciencias. Sus presuntos suicidios colectivos por hambre y desesperación devinieron leyenda urbana con una alarmante facilidad; tal vez llenaban un hueco en el imaginari culposo de la sociedad dominante en México.

Sin embargo la cobertura mediática, los discursos humanitarios del presidente Felipe Calderón, los criterios de vulgar folclorismo del gobernador César Duarte, los truculentos “apoyos” y las políticamente redituables despensas de las secretarías de Desarrollo Social y anexas en su gustado papel de hermanas de la caridad, soslayan unánimemente el verdadero problema: todos los salvadores de la hora son los responsables o cómplices objetivos del saqueo brutal que ese pueblo —y muchos más— están sufriendo hoy.

Ya ni la metáfora perdonan. De suelo rarámuri y chihuahense sale la mayor cantidad de oro extraída en el país, y se va directamente al extranjero. Así como tenemos al primer millonario del planeta y la nación más desigual de continente, tenemos el reality show de la pobreza profunda allí donde el mineral más valioso del mundo abunda todavía, y aún antes de ser extraído ya es propiedad de otros. Mientras el país se desmorona en lo físico y en lo social, los grandes inversionistas mundiales reciben informaciones privilegiadas para invertir en la explotación minera en México, y se les tranquiliza diciéndoles que las “turbulencias locales” no afectarán en lo absoluto sus audaces inversiones, ésas sí, se supone, cargadas de futuro (el de sus capitales).

Los rarámuri, o bien los wixaritari, los zapotecos, los nahuas, ven cómo sus tierras se convierten en escombros y agujeros. Del mismo modo que para los mayas de Chiapas y Yucatán, sus selvas y playas comienzan a ser devorados por la industria turística internacional. O los ríos del Nayar y el sureste se vuelven usinas eléctricas de exportación, y lo que sobre de ellos terminará embotellado por Coca Cola, esa gran aliada del gobierno calderonista como nos venimos a enterar en enero durante la cumbre neoliberal de Davos, Suiza.

Con esos amigables inversionistas, para qué queremos enemigos.

La suerte de los rarámuri, manipulada y mal comprendida, no puede separarse de la salvaje violencia del crimen organizado, los paramilitares, policías y militares en la vecina frontera del valle de Juárez, precisamente por donde salen grandes cargamentos ilegales de oro (además de los legales) sin que nadie lo reporte. Las drogas serían pues un pretexto, y las muertas y muertos, un daño colateral. Pero a nadie se le ocurre asociar la hambruna en la sierra con la fiebre minera ni con el despojo, mucho menos con la “guerra” del señor presidente.

Es el momento de revertir esa tendencia hipócrita y genocida. Los rarámuri también son los abanderados de la resistencia y las posibilidades de un mundo distinto, donde la espiritualidad y el genio agrícola de los pueblos indígenas tienen mucho que enseñarnos, sin necesidad de repartir limosnas donde lo que falta son justicia y el respeto de sus derechos.