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La cueva de los sueños olvidados
M

urmullo de la roca. En diciembre de 1994, los arqueólogos Jean Marie Chauvet, Éliette Brunel Deschamps y Christian Hillaire descubren en el interior de una gruta en el sur de Francia alrededor de 400 pinturas y pequeños grabados rupestres realizados, la mayor parte de ellos, hace 32 mil años. A manera de comparación, cabe señalar que las célebres cuevas de Lascaux, consideradas entre las más antiguas y descubiertas en 1940, datan de 17 mil años. Lo formidable del nuevo descubrimiento es el grado de conservación y la notable precisión artística de las figuras delineadas con carbón y la nitidez con que quedaron marcadas sobre la roca, en una intensa tonalidad rojiza, las marcas de las manos de los hombres que habían hecho aquel trabajo o visitado entonces la gran cueva o convivido en ella a lado de bisontes, mamuts, osos, panteras, rinocerontes o leones, como señalan las diversas huellas en el piso, los violentos rasguños sobre las paredes o los restos de osamentas animales, identificados y fechados cada uno por el equipo de arqueólogos, espeleólogos y paleontólogos que visitan la cueva desde su descubrimiento.

A ese equipo se sumó durante un periodo muy corto la pequeña unidad de filmación del alemán Werner Herzog, quien obtuvo del gobierno francés la autorización para capturar imágenes inéditas de la Cueva de Chauvet-Pont d’Arc con cámara en mano y pequeñas lámparas de luz fría, limitando sus desplazamientos al estrecho corredor que preserva la superficie del lugar de todo contacto humano. El resultado es el documental La cueva de los sueños olvidados, una fascinante incursión a ese ámbito prehistórico que el cineasta comenta paso a paso apoyado en explicaciones a cuadro de los especialistas científicos, sorteando con su camarógrafo Peter Zeitlinger las dificultades técnicas de la empresa, imaginando también estrategias novedosas para fotografiar los rincones más inaccesibles del lugar.

Las voces del silencio. Con Herzog como un guía alucinado y entusiasta, el espectador atiende a la narración de la pintura rupestre: un combate de rinocerontes, la resistencia de una leona en la faena de la cópula, la huída de un bisonte, la embestida de un grupo de panteras, la huella de una mano cuyo mismo dedo meñique torcido aparece en sitios diversos sugiriendo la identidad y persistencia del pintor que los arqueólogos imaginan de 1.80 metros de estatura, iluminando su trabajo a la luz de una antorcha con los nítidos restos de carbón preservados a lo largo de miles de años.

Herzog sabe que la experiencia de este registro visual es única y por ello se sobrepone a su desconfianza de las nuevas tecnologías y elige filmarlo todo en tercera dimensión, menos por un gusto de lo espectacular que por el afán de involucrar de lleno al espectador en la experiencia irrepetible. El procedimiento no es aquí del todo afortunado en la definición de la imagen ni en la exploración deseada del espacio, pero considerando las limitaciones impuestas para los desplazamientos, el intento es notable. La película tuvo que aceptar como condición tácita la de ser, como primer registro visual, la introducción muy redituable para el proyecto de crear no muy lejos de la cueva de Chauvet un parque temático que habrá de restituir para un público masivo la visita que por razones de preservación histórica es ahora imposible. Poco importa. Werner Herzog aprovecha esta circunstancia y consigna en su documental la veta poética del hallazgo arqueológico, el primitivo juego de imágenes, sombras y colores en movimiento como una prefiguración del arte cinematográfico, la persistencia de la memoria histórica, la aventura del explorador científico convertido en esteta y descifrador de enigmas culturales.

Una figura antropomórfica informa de la relación compleja del hombre con otros mamíferos semejantes, la huella de un pie infantil al lado de las de una pantera sugiere una armonía insospechada o una violencia inminente, un cuerpo de mujer con atributos sexuales pronunciados revela a la vez un culto de la fertilidad y una primitiva manifestación del arte erótico. El bestiario de la cueva de Chauvet se emparenta con motivos similares en la obra de Marc Chagall y de Picasso. El también director de Corazón de cristal (1976) incursiona en esta cueva milenaria como antes penetraron Jacques-Yves Cousteau y Louis Malle las profundidades del océano en El mundo silencioso, su memorable documental de 1955. Con la misma temeridad de los exploradores artistas.

La cueva de los sueños olvidados es parte de Ambulante 2012, gira de documentales. Mayores informes: www.ambulante.com.mx

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