Editorial
Ver día anteriorViernes 17 de febrero de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Cárceles: tragedia y descomposición
L

a tragedia ocurrida el miércoles en la Granja Penal de Comayagua, en Honduras, donde más de 350 reos murieron a consecuencia de un incendio, ha vuelto a poner en relieve las deplorables condiciones de descontrol, abandono y explosividad que imperan en las cárceles de ese país y de la región. Ayer, al pronunciarse sobre los hechos, Human Rights Watch los atribuyó a la sobrepoblación y a las mediocres condiciones carcelarias en la nación centroamericana, y cuestionó a las autoridades de ese país, que han encerrado a criminales convictos y sospechosos, pero no se han preocupado de resolver las condiciones en las que están detenidos. Por su parte, la Organización de las Naciones Unidas instó a los gobiernos latinoamericanos a revisar y corregir los vicios de los sistemas penitenciarios, y recordó que el hacinamiento carcelario es un problema no sólo en Honduras, sino también en muchos otros países de América Latina.

En efecto, la degradación en la administración carcelaria –una de cuyas expresiones es la sobrepoblación de las prisiones– no es privativa de la nación centroamericana ni puede verse como un fenómeno meramente coyuntural; constituye un reflejo y un indicador de descomposición estructural en los gobiernos y en las sociedades de la región. El hacinamiento, las condiciones infrahumanas de salud y alimentación que prevalecen en las prisiones, la permisividad ante la operación de mafias, la venalidad de las autoridades penitenciarias y el margen de maniobra de que disponen para la comisión de atropellos a los derechos humanos tienen, como denominador común, un amplio sentir social de revancha y hasta de linchamiento hacia los presos. Tal circunstancia provoca que las prisiones, supuestamente concebidas para aplicar y preservar el estado de derecho, terminen por ser negaciones rotundas de la legalidad; que el espíritu de impartición de justicia y reinserción social sea suplantado por las intenciones de venganza y aniquilamiento, y que las poblaciones de internos se conviertan en el sector más desprotegido de las sociedades, incluso por debajo de las minorías étnicas, religiosas, sexuales y culturales.

Pero el descontrol y la anarquía que campean en las prisiones no sólo se debe al déficit moral de los gobiernos y las sociedades, sino también al hecho de que constituyen un gran negocio para autoridades y particulares. En los países en los que los sistemas carcelarios son controlados y administrados por el Estado, como ocurre en México, los penales se han vuelto un espacio en el que convergen el comercio de sustancias ilícitas, la prostitución y el cobro sistemático a los internos por las visitas, los dormitorios, la protección de los custodios y hasta la alimentación y los servicios de salud.

Dicha circunstancia se agrava en naciones en donde las cárceles operan bajo concesiones otorgadas a particulares, como en el caso de Estados Unidos, donde los propietarios de los penales privados suelen someter a sus internos a condiciones de trabajo no muy distintas de la esclavitud –con jornadas extenuantes y sueldos muy inferiores al mínimo legal–, donde la búsqueda de utilidades constituye un incentivo perverso para el incremento desmedido de la población carcelaria. Significativamente, según estudios realizados de manera independiente por un comité legislativo de Tenesí y por la Universidad de California, los penales privados o semiprivados estadunidenses, en los que impera un implacable abaratamiento de la mano de obra y ahorros de todo tipo en aras de la rentabilidad, suelen ser más violentos que los públicos.

Cuando las cárceles son administradas con base en el espíritu punitivo y de venganza y el desmedido afán de lucro –ya sea a través de actividades ilícitas o mediante mecanismos legalizados– no es extraño que se registren escenarios tan atroces como el observado esta semana en Comayagua; lo singular es que tales episodios no ocurran con frecuencia mayor.

En este momento se debería ir más allá de la consternación por lo sucedido en Comayagua y que autoridades y sociedades asumieran el imperativo de garantizar en los centros de reclusión condiciones mínimas de dignidad y de subsistencia, así como la plena observancia de los derechos humanos.