Opinión
Ver día anteriorSábado 18 de febrero de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La justicia siega
E

l caso del juez Baltasar Garzón ha pasado, en rigor, al estatuto de un paradigma. Su axioma podría ser formulado como una ironía. No hay ley que pueda evadir lo que pretende superar: la parcialidad de la política; ni tribunal que pueda superar lo que pretende evadir: la parcialidad de los jueces. La justicia puede convertirse con frecuencia en una caja negra en la que los fines acaban por desmoralizar a los medios.

El Tribunal Supremo de España dictó finalmente sentencia en el caso de las escuchas ilegales: el juez Garzón ha quedado inhabilitado 11 años para ejercer su oficio como magistrado de instrucción. La pena se mueve entre el azoro de una vendetta entre profesionales (jueces anónimos avasallados por un juez mediático) y la recusación de una fuerza que sólo la ambigüedad del pasado es capaz de alentar, la sombra del franquismo.

La fulgurante historia de Baltasar Garzón es la historia de los dilemas que implica el ejercicio del derecho en una era posestatal. La fama lo alcanzó muy joven cuando en 1990 instruyó los casos contra una red del crimen organizado que opera en Galicia. Narcotráfico es un tema que no atrae a un juez contemporáneo. De antemano sabe que enfrenta a un poder vago y extraterritorial con capacidad prácticamente ilimitada de presión. Una área en la que la inercia y las limitaciones de una judicatura local serán predeciblemente superadas por los flujos móviles de intereses globales. Garzón salió airoso de la prueba, no sin las críticas de Felipe González, presidente de España por el PSOE en aquel entonces, que nunca dejó de reprocharle las bajas condenas que impuso a los criminales.

Siguió el caso de los GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación). Después de ser electo como legislador en las listas electorales del PSOE, Garzón regresó a la Audiencia Nacional. Ahí emprendió investigaciones que acusaban a José Barrionuevo, ministro del Interior en el gobierno del PSOE, de terrorismo de Estado. Durante años, Barrionuevo había combatido la violencia de ETA con cuerpos paralegales, financiados a través de vías informales. Es un momento ilustrativo de las dificultades que plantean la definición actual del perfil de afinidades de un juez. La labor en la legislatura lo impregnaba de un inevitable tinte socialista; el caso GAL lo separó de esa filiación. Pero el costo sería la duda metódica sobre su quehacer por parte de una de las fuerzas políticas principales de España. Los juicios que emprendió durante esos años contra miembros de la ETA nunca lograron borrar la desconfianza del PSOE. ¿Qué tan imparcial puede ser la parcialidad de un juez en una época en la que la política deriva cada vez más decisiones que le son propias al ámbito del sistema jurídico? Quien capitalizó ese doble movimiento fue el mismo Garzón, que cobró una notoriedad mediática como ningún otro prelado no sólo en España sino probablemente en el mundo.

Pero su consagración definitiva como un protagonista de la actualización de las prácticas jurídicas provino no de España, sino de dos juicios contra miembros destacados de los regímenes militares que prevalecieron en América Latina hasta los años 80. El primero fue contra Augusto Pinochet, al que logró arraigar en Londres y enviar a Chile, donde nunca se le siguió el proceso. El segundo fue contra Adolfo Scilingo, uno de los artífices de la dictadura argentina, que acabó en prisión con una pena de 640 años. Garzón instruyó juicios que los acusaban de haber cometido crímenes contra ciudadanos españoles. Y en cierta manera codificó dos dilemas que siguen propiciando un ámbito de enorme indefinición jurídica: el primero es el de la extraterritorialidad de los poderes de un juez; el segundo, la contradicción entre leyes impuestas por los propios militares que los exoneraban de los crímenes cometidos durante las dictaduras (leyes de perdón o amnistía) y la legislación de las cortes internacionales que prescribe que en los casos de genocidio esas leyes no tienen vigencia.

Y acaso fue este segundo dilema el que acaba de concluir, hace algunos días, su espectacular carrera como juez, al menos durante los próximos 11 años o mientras sus abogados no logren congelar o derogar la sentencia.

En 2008, Garzón emprende investigaciones sobre los crímenes cometidos por el franquismo durante los años que siguieron a la Guerra Civil. El número de torturados, fusilados y desaparecidos es escalofriante. Más de 100 mil. En 1977, el propio franquismo había promovido una ley que lo exoneraba de todas las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura. El Tribunal Supremo decretó a Garzón incompetente para proseguir con el caso e instruyó un juicio contra él que todavía no ha concluido. La decisión del tribunal colocó al Estado español prácticamente al borde del rídiculo. Cuando Garzón puso su empeño en acusar a las dictaduras latinoamericanas, recibió todos los apoyos de la magistratura española. Se tratataba finalmente de apoyar la democracia en estos confines. Cuando intentó hacer lo mismo en casa, esa misma magistratura lo llevó al patíbulo profesional.

Fue el caso Gürtel, el que decidió finalmente su destino. Gürtel, que en alemán significa cinturón, fue el nombre que recibió la investigación contra un grupo de empresarios españoles que desviaban fondos públicos a favor del Partido Popular. Garzón empleó grabaciones en las que los imputados hablaban con sus abogados para impedir que limpiaran sus cuentas y borraran registros que los inculpaban. El Tribunal Supremo lo acusó de prevaricación. Sea como sea, 11 años son muchos años para cualquier juez. Y es en el contexto de las acusaciones sobre la siniestra memoria del franquismo cuando sucede su inhabilitación. Pero al inhabilitarlo, habilita inevitablemente al propio tribunal como uno de las instituciones de la sobrevivencia franquista en España.