Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 19 de febrero de 2012 Num: 885

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
RicardoVenegas

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

Disparos en La Habana
José Antonio Michelena

“Soy lo que quise ser”
Mónica Mateos-Vega entrevista con Cristina Pacheco

Taibo II: El Álamo no fue como te lo contaron
Marco Antonio Campos

Traductores alemanes
en México

Raúl Olvera Mijares entrevista a tres voces

María Bamberg: memorias de una traductora
Esther Andradi

Consejos para una
buena traducción

Dickens, Galdós y
las traducciones

Ricardo Bada

Leer

Columnas:
Galería
Eugenio Scalfari

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Perfiles
Rodolfo Alonso

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Rodolfo Alonso

Poesía o mercado

La actual travesía por el desierto en que se encuentra hoy aislada la poesía no es apenas, por desgracia, sólo el problema de un género literario. Al derivar de una honda crisis del lenguaje (como se sabe, fundamento ineludible de nuestra condición), cobra alcances mucho más graves. No fue por azar que un narrador tan exigente como el siciliano Vincenzo Consolo pudo decir:  “Leyendo mis libros y los libros que se escriben en los últimos tiempos, me he dado cuenta de que ya no hay espacio ni tiempo para la literatura entendida en su sentido más alto. Se escribe una infinidad de novelas, pero en ellas ha desaparecido un aspecto esencial del género: la expresividad.” Para agregar poco después, con absoluta claridad: “Hoy a muy pocos les interesa la poesía.” Incluso a los muchos que en la actualidad pretenden ejercerla, me animaría a añadir.

En el prólogo a un libro de Olga Orozco, Eclipses y fulgores, no cualquiera sino un representativo poeta español, Pere Gimferrer, viene espontáneamente a coincidir con lo que imaginé sólo ansiedades personales:  “se diluyó hace ya tiempo el diálogo entre las literaturas hispánicas, incluso en nuestra propia península y, momentáneamente, parece eclipsada además en ella la noción de poesía. Lo que sabían por igual Juan Ramón Jiménez, Aleixandre o Cernuda –es decir: que la poesía moderna, entre otras cosas, es la que sucede a Rimbaud y Lautréamont– parece hoy olvidado por buena parte de sus coterráneos”.  Y, por si fuera poco, reafirma de inmediato: “Se trata de un olvido interesado y no espontáneo, como interesada y no espontánea es la dejación del diálogo de las literaturas, en la medida en que podría servir de recordatorio acerca de la verdadera naturaleza de la poesía en la modernidad.”

Claro que fue alguien al parecer poco afecto a las sutilezas, Mario Vargas Llosa, quien, en una entrevista no demasiado lejana, con ingenuidad o desparpajo planteó nítidamente la inquietante disyuntiva:  “El humor en mi obra tiene que ver con la necesidad actual de acercarse a un público que no está dispuesto a invertir mucho esfuerzo intelectual en la lectura.” ¿No es esto confesar que no se crearía ya de acuerdo con cierto ideal de la literatura o del arte, para intentar un diálogo o al menos un contacto con ese fecundamente superyoico tribunal de los mejores que (según el sagaz y digno australiano Robert Hughes, el mismo hombre que por cuestiones de ética estética supo renunciar al codiciado cargo de crítico de arte en Time) todo creador legítimo lleva en su conciencia? Ahora, viene a decirnos crudamente el autor de Pantaleón y las visitadoras, escribes para vender o no escribes para nadie.

Pero fue el padre de la novela moderna, nada menos que Gustave Flaubert, en una carta a Guy de Maupassant y ya en 1872, quien había anticipado su propia respuesta para la misma cuestión:  “¿Por qué publicar con los horribles tiempos que corren? ¿Es por ganar dinero? ¡Qué irrisorio! ¡Como si el dinero fuese la recompensa del trabajo! ” Y, por si no bastara, en otra carta a George Sand, ese mismo año, se animó a sentenciar:  “cuando uno no se dirige a la masa es justo que la masa no le pague. Es la economía política”. Mientras que mi compatriota, el escritor argentino Luis Chitarroni, refiriéndose al insólito dúo que alguna vez formaron gente del nivel de un Joseph Conrad y Ford Madox Ford, apuntó con precisión que “ninguno de los dos se ejercitaba en las genuflexiones de esa reverencia penosa por el mercado”.

La sociedad de consumo, la sociedad del espectáculo, nos han embebido en su atmósfera estridente y demagógicamente chata, falsa en el doble sentido de imitadora y deshonesta, que se ha convertido en el aire que respiramos, en una seudocultura populista y no popular, producida seductoramente por los grandes medios masivos de (in)comunicación. Con sus efectos deletéreos sobre la espontaneidad creadora de la gente, inclusive del lenguaje, especialmente del lenguaje. La cuestión es que si decae el lenguaje humano, decae la condición humana. Porque no usamos el lenguaje, insisto: somos lenguaje.

No consigo dejar de preguntarme, hoy, con más angustia que ansiedad: ¿es que estaremos realmente tan lejos de lo instintivo y lo sagrado como para imaginarnos a Van Gogh reclamando un análisis de mercado antes de arrojarse a pintar sus Girasoles? “Han dejado entrar putas en Eleusis”, clamaba, hace tiempo, el políticamente despistado pero artísticamente visionario Ezra Pound.