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Ponerse al día
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o es tiempo de marxologías ni es éste el lugar apropiado para procesarlas. Pero asuntos del día que nos conciernen a todos parecen requerirlas.

El marxismo, como lenguaje y tradición, ha sido por un siglo fuente de legitimidad de empeños socialistas y revolucionarios. Quienes tratan de darles formas propias del siglo XXI se enmarcan en ese trasfondo. El problema es que usan para ello una versión de las ideas de Marx que le hacen, como él diría, tanto honor como descrédito. El Estado sería un instrumento maleable: fascista con los fascistas, revolucionario en manos de revolucionarios, demócrata si los demócratas triunfan. Que el pueblo expulse a los usurpadores y el Estado se encargará de todo, decía irónicamente Poulantzas…

No es esto curiosidad académica. Una corriente cada vez más vigorosa desafía esa concepción. Apela también a Marx al plantear que desmantelar el Estado opresor es condición de las transformaciones revolucionarias.

Las periodizaciones de la vida y obra de Marx son equívocas. El maduro se ha usado contra el joven y viceversa. Lo más grave es lo que se ha hecho con los escritos de su última década. Son fundamentales para entender toda su obra, pero han sido ignorados por numerosos marxistas y otros muchos los descalifican de plano: serían fruto de una mente debilitada o incluso destruida (Ryazanov).

Marx cambia continuamente, a medida que avanza en sus investigaciones y se enriquece su experiencia. Nunca se encierra bajo una costra dogmática. De omnibus dubitandum, dudar de todo, el lema que elige en broma en sus Confesiones, resume la esencia de su epistemología. No era broma afirmar que no era marxista. Pero no cambia a capricho: lo guía siempre una ética política y un compromiso con la realidad que forman su línea de continuidad.

Según Álvaro García Linera, vicepresidente de Bolivia, hombre de formación marxista y prominente teórico de la experiencia boliviana, los trabajadores de su país son hoy los centros de decisión de la política y buena parte de la economía de Bolivia. El Estado es “básicamente posneoliberal y de transición poscapitalista… Es el principal generador de riqueza del país, y esa riqueza no es valorizada como capital… El Estado no se comporta como un capitalista colectivo propio del capitalismo de Estado, sino como un redistribuidor de riquezas colectivas” (La Jornada, 7/2/12).

Según Guillermo Almeyra, Bolivia es hoy “un Estado capitalista dependiente… gobernado por un equipo revolucionario que trata de construir un Estado capitalista pleno y moderno y, por lo tanto, aleja del poder a los trabajadores en cuyo nombre encara esa modernización… El Estado remplaza a una burguesía nacional casi inexistente… y su acción es la de capitalista colectivo… Se está construyendo capitalismo de Estado, neodesarrollista y extractivista, que dedica parte del plusvalor a una política asistencial y distributiva para sostener o ampliar el mercado interno, como hizo Lula o hace Cristina Fernández, que están muy lejos de ser revolucionarios.” (La Jornada, 12/2/12).

No busco aquí amarrar navajas ya desenvainadas ni desahogar los puntos en disputa. Quiero llamar la atención sobre un aspecto que me parece central. Una amplia tradición marxista insiste en la noción del Estado que criticaba Poulantzas: hay que conquistarlo y desde él realizar la transformación revolucionaria. Pero Marx nunca sostuvo el punto de vista de que un Estado proletario podría ser un instrumento para realizar la revolución y que ese instrumento se desvanecería (Engels) o se le dejaría de lado (Lenin). Marx, que encontró en la Comuna de París el camino de la emancipación, destacó que fue ante todo “una revolución contra el Estado mismo… un reasumir, por parte del pueblo y para el pueblo, su propia vida social”. Marx no tenía dudas: “Toda la farsa de los misterios del Estado y las pretensiones del Estado fue eliminada por la comuna, que consistió fundamentalmente en simples trabajadores… haciendo las funciones públicas las funciones reales de los trabajadores”. Aunque Engels ya andaba en otras cosas, al celebrar el vigésimo aniversario de la comuna señaló con claridad: Mirad a la Comuna de París. ¡He ahí la dictadura del proletariado! El 8 de diciembre de 1882, tres meses antes de morir, Marx busca que se publiquen materiales para resistir el socialismo estatal de Wagener. Marx no se volvió anarquista al final de su vida, pero tampoco era instrumentalista.

¿No es tiempo ya de abandonar aquella fantasía de tantos socialistas? ¿Pasó en vano el siglo leninista? ¿Nada hemos aprendido? ¿Todo se reduce a conquistar los aparatos del Estado con la ilusión de que podrán usarse para bien del pueblo, la frase que usan los de arriba de todo el espectro ideológico? ¿De verdad no hay otra opción?