Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 26 de febrero de 2012 Num: 886

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El temple narrativo
y los perros

José María Espinasa

Tocar la tierra
Paula Mónaco Felipe entrevista
con Gustavo Pérez

Por ti yo vivo soñando
Alessandra Galimberti

De la escritura como ausentamiento
Julio Prieto

Textos selectos (antología)
Macedonio Fernández

Un precursor de genios
Esther Andradi

Una alquimista
de la palabra

Adriana Cortes Koloffon entrevista con Amparo Dávila

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Ana García Bergua

La señorita Elsa sin gazapos

En el librero de mi madre encontré una colección de novelas que la SEP, junto con la editorial Siglo XXI, editaron a principio de la década de los ochenta; quizá ella, que trabajó muchos años como correctora, primero en la sep y después en el Instituto Mora, tuvo que ver en su edición. La colección De la Gran Literatura estaba dirigida por Sergio Pitol y Margo Glantz –en ese entonces directora de Publicaciones de la SEP–, ni más ni menos, y el catálogo es excelente: Huysmans, Valle-Inclán, Maupassant, Dostoievsky, Virginia Woolf, entre muchos autores universales y nacionales. Remite un poco a la colección actual Sergio Pitol traductor, o a la de colección juvenil de clásicos del Conaculta, que tiene también libros excelentes. Por lo que se ve ahora, se trataba de una colección de factura modesta, con problemas de impresión a veces, pero digna, de edición muy cuidada por sus coordinadores y por Rafael Becerra, y con erratas casi inexistentes, al contrario de tantas ediciones fastuosas de hoy día. Por poner un ejemplo de mis lecturas recientes, la edición de las novelas situadas en Nueva York de Henry James que acaba de editar Sexto Piso con hermoso papel, bella portada y altísimo precio es una muestra vergonzosa de descuido editorial; no sólo está asediada por interminables camadas de gazapos, sino que en ella desaparecen frases enteras. Esto sólo nos habla de la conversión actual del libro en una mercancía semejante a las salchichas y los peines, y del verdadero aprecio que por él –por el contenido, el texto del libro– sienten sus editores: muéstrame tus erratas y te diré qué piensas en el fondo de la literatura que publicas. Pero todo esto es otro tema y ha sido un camino muy sinuoso para llegar, tal como lo hice yo, a La señorita Elsa, del escritor y dramaturgo vienés Arthur Schnitzler.

Ahí está, en esa colección, traducida por José Moreno Villa –y por cierto que en la Wikipedia (volvamos a la España que acaba de inhabilitar al juez Garzón y que, ofrezco disculpas a los pacientes lectores, me tiene de muy mal humor) cuando se habla de las traducciones al español de La señorita Elsa, ésta no se menciona, será porque los españoles refugiados nunca han sido españoles para España– esa pequeña joya sobre una señorita de diecinueve años, la hija de un abogado, jugador desvergonzado, que tiene que ofrecerse a un viejo aristócrata para salvar a su familia de la ruina. Escrita en monólogo interior –al igual que El teniente Gustl, que viene en la misma edición, junto con MorirLa señorita Elsa evoca a Madame Bovary, no sólo por los conmovedores titubeos de un personaje superficial en vías de convertirse en trágico, sino por la mirada fría, casi de estudio clínico, del narrador. Schnitzler era médico y fue muy cercano a Sigmund Freud, su contemporáneo; sus obras reflejan el gran interés que compartía con éste por la influencia del impulso sexual en la conducta humana. El desesperado y desesperante monólogo interior de la señorita Elsa en su camino al suicidio es una pequeña obra maestra en la que la pobre fraülein de diecinueve años se debate entre la vanidad, el deseo por otros hombres –entre ellos su primo Pablo, amante de la señora Sissi–, la ilusión de lograr una boda ventajosa, el asco por el libidinoso señor de Dorsday, que le ha pedido que se desnude frente a él a cambio de los 30 mil florines que salvarán a su padre y la decepción de saberse sacrificada por su propia familia. Frente a todo eso, Elsa opta por desnudarse, pero enfrente de todos los huéspedes del hotel italiano en que se encuentran.

La decisión de la señorita Elsa es conmovedora y compleja, pues habla de la afirmación de sí misma y sus deseos frente a una moral cruel e hipócrita –su tía hablará, luego de que se desmaya desnuda, de que habrá que internarla en un manicomio, pues no podría viajar con “esa persona” en el tren–, además de que el enorme abrigo negro con que se cubre antes de revelar su desnudez es un símbolo potentísimo, erótico, mortuorio y masculino a la vez.

¿Qué fue de aquella colección de libros, pensada para hacer accesible la gran literatura universal? El librero de mi madre albergaba cerca de veinte títulos; me gustaría encontrarla completa y leerla toda. Es seguro que existan traducciones modernas al español de La señorita Elsa. Probablemente están llenas de giros castizos y erratas infames. Ni modo. A pesar de ello, será una maravilla para quien la descubra por primera vez.