Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 26 de febrero de 2012 Num: 886

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El temple narrativo
y los perros

José María Espinasa

Tocar la tierra
Paula Mónaco Felipe entrevista
con Gustavo Pérez

Por ti yo vivo soñando
Alessandra Galimberti

De la escritura como ausentamiento
Julio Prieto

Textos selectos (antología)
Macedonio Fernández

Un precursor de genios
Esther Andradi

Una alquimista
de la palabra

Adriana Cortes Koloffon entrevista con Amparo Dávila

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Luis Tovar
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Una antigualla llamada postmodernidad

Si en lo que uno está pensando es en cine y no tanto en el enorme, inmensurable, pragmático, mercadotécnico, político y más que nada centavero etcétera que suele acompañar al que los cursinostálgicos todavía siguen llamando “el séptimo arte”; si en lo que uno repara no es precisamente en los “cuántos” sino en los “cómos”, los “qués” y los “de qués” del cine, ha de concluir casi forzosamente que lo más –cuando no lo único– relevante de verdad que tiene la octogésima cuarta ceremonia del traído y llevado Oscar, que ha de celebrarse precisamente este día, no consiste en saber si al Chivo Lubezki por fin le darán uno de los muñequitos ésos en la que viene siendo la quinta vez en que lo encandilan, ni consiste tampoco en cruzar hasta los dedos de los pies para que le den al compatriota Demián Bichir otro de los muñequitos dorados... y todo lo anterior, nótese, sin abandonar los muy limitados límites del chovinismo nacionalista siempre urgido de reconocimientos externos.

Mucho más interesantes que tales aspiraciones de buen salvaje occidental, algo verdaderamente relevante tiene que ver con la naturaleza de los dos filmes que encabezan la lista de los suspirantes, es decir los que cuentan con el mayor número de nominaciones en las muchas categorías disponibles. Lo sabe hasta el menos deseoso de enterarse: se trata de El artista (The Artist, Estados Unidos, 2011), dirigida por Michael Hazanavicius, y de La invención de Hugo Cabret (Hugo, Estados Unidos, 2011), realizada por ese maestro indiscutible llamado Martin Scorsese. Una de ellas candidata a ganar diez y la otra once monigotitos –perdónesele a este sumaverbos la ignorancia de cuál diez y cuál once, que a final de cuentas es dato irrelevante–, ambas tienen en común bastante más que la circunstancia de haber sido puestas a competir por los mismos premios.


La invención de Hugo Cabret

Quien las haya visto seguro lo advirtió: en ambos casos sus tramas están ubicadas en las primeras décadas del siglo XX –los años veinte en El artista, los treinta en Hugo–, y también en ambos casos se trata de películas cuyo verdadero tema de fondo es el cine mismo. Desde luego, no está pretendiéndose decir con esto que haya nada ni remotamente parecido a un acuerdo entre dos producciones por completo ajenas una de la otra; lo que se intenta esbozar es que, de alguna manera, quizás la crasa coincidencia no sea solamente eso, una mera coincidencia, sino una de las manifestaciones hoy por hoy más claras de algo que viene sucediéndole al cine desde hace ya algún rato.

Ese mirar atrás, esa revisión minuciosa de las propias huellas de una manifestación artística –dejemos de lado por ahora la bien conocida doble condición del cine– que cuenta con escasos ciento y pico de años de existencia puede tener, entre una constelación de implicaciones, dos que resultarían curiosamente antagónicas: podría estar tratándose de los signos de la madurez que se requiere para llevar a cabo –como lo hacen desde hace siglos la literatura, la pintura, el teatro, etcétera– , luego de cierto desarrollo, un examen del propio corpus, incluyendo desde luego su historia y, en ella, sus momentos cruciales, sus encrucijadas y decantamientos, sus renunciaciones, sus “hubiera” y sus “así fue y no de otro modo”.

La anterior sería la primera implicación, que entraría en antagonismo con una segunda posible: podría estar tratándose no de una madurez sino de los síntomas de una decadencia que, por incipiente, aún tardaríamos en reconocer y, por ende, aceptar como tal. El argumento para lo anterior –de doble filo porque serviría lo mismo para apuntalar la tesis “madurez que mueve a la reflexión”– es que si a una edad tan temprana como menos de un siglo y cuarto, una disciplina artística ya está necesitada de meter la mano hasta el fondo del baúl de su propia trayectoria, para no dejar de ser interesante, quiere decir que dicha disciplina está, quizá sin darse cuenta, poniéndose los ojos en la nuca, con todas las dificultades que tal actitud conlleva a la hora de querer andar hacia el futuro.

El grosero, constante y empobrecedor saqueo hollywoodense de su propio cine germinal viene siendo, desde hace ya un par de décadas al menos, evidencia innegable de lo anterior. No es que La invención de Hugo Cabret y El artista vengan a engrosar esa lista de ignominia, pero es de llamar la atención que ahora el cine inteligente también experimente, más que como posibilidad, como urgencia o necesidad, por decirlo de algún modo, eso de querer verse antiguos para sentirse modernos, o puede que al revés, y si no que lo diga Spielberg y el fracaso de su nostalgicoide Tin Tin.