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¡Feliz cumpleaños, Gabo!
Eligió ser periodista y escritor para hacer algo por una sociedad más justa

El retorno a su pueblo natal cimbró la vida del autor de Cien años de soledad

En Aracataca supo que el tiempo y la falta de compañía arrasan con todo

 
Periódico La Jornada
Domingo 4 de marzo de 2012, p. 4

Muchos años después, frente a su computadora, el consagrado escritor colombiano Gabriel García Márquez, ya convertido en premio Nobel de Literatura desde hacía exactamente dos décadas, había de recordar aquella mañana remota de 1950 en que su madre, Luisa Santiaga, fue a buscarlo a la caribeña ciudad de Barranquilla para que la acompañara a vender la casa de Aracataca, tornaviaje a su pueblo natal que cimbraría su existencia.

Gabito era entonces un muchacho de 22 años, pantalón de mezclilla, camisa de flores y sandalias desgastadas que se fumaba 60 cigarrillos al día. Su mundo literario era tan reciente que ya había decidido ensancharlo, abandonar los estudios de leyes y, de manera temeraria, vivir sólo de las letras y el periodismo.

Sentado ante la computadora, ya corriendo el siglo XXI, con 75 años de edad bien medidos y un millón de cosas que recordar, García Márquez estaba por concluir y enviar a la editorial el libro con la primera de las tres partes de sus memorias: Vivir para contarla (2002), autobiografía, novela de vida, espejo de la realidad y la ficción y guía de lectura, en la que relataría al mundo su infancia y juventud hasta los 28 años, cuando saldría a su primer exilio.

La decisión más importante

Una vida comenzada un 6 de marzo de 1927, que continuó con los ocho años convividos con sus abuelos maternos en la natal Aracataca, pues sus padres se mudaron en 1929 a Sucre, luego a Barranquilla y de nuevo a Sucre. Que siguió con la reintegración a la familia nuclear –que con el tiempo sumaría 11 hijos– tras la muerte del abuelo, el coronel Nicolás Ricardo Márquez. Y con la estancia, internado a partir de 1937, en la cálida Barranquilla, donde escribiría versos de humor.

En 1940, en barco de vapor, Gabito navegó río arriba el Magdalena, camino al liceo de la fría Zipaquirá, donde le dio por el dibujo y las historietas. Cuando egresó con honores en la Ciudad de la Sal, en 1946, ya sabía que quería ser periodista, escritor y hacer algo por una sociedad más justa.

Pasó de manera fugaz a la vecina Bogotá para estudiar leyes. Ahí, en el suplemento semanal del diario El Espectador, publicó en 1947 su primer cuento: La tercera resignación. Y después, durante varios años, le publicarían otros relatos.

Tras el Bogotazo (periodo de protestas y represión tras el asesinato del dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán) y el incendio de la pensión donde vivía, en 1948, García Márquez continuó los nunca asumidos estudios de leyes en la también caribeña Cartagena, donde a los 21 años comenzó su carrera periodística con una columna en El Universal. Regresó luego a Barranquilla y en 1950 consiguió otra columna, ahora en El Heraldo, llamada La Jirafa y firmada por Septimus.

Su estancia en ese puerto de la desembocadura del río Magdalena fue determinante, pues el joven Gabriel se integró al Grupo de Barranquilla, encabezado por don Ramón Vinyes, el sabio catalán dueño de una librería, y José Félix Fuenmayor. También estaban los jóvenes escritores Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas, entre otros.

Fueron tiempos de lecturas y tertulias desmesuradas, rematadas en igual medida en el mítico bar La Cueva u otros más. Tiempos de pensiones de mala muerte para las que a veces no completaba la renta diaria y dejaba en empeño los manuscritos de lo que sería su primera novela: La hojarasca, que publicaría hasta 1955.

En ese carnaval estaba el veinteañero Gabriel en 1950 cuando su madre fue a buscarlo desde Sucre a Barranquilla para que la acompañara a vender la casa familiar.

Escribe en Vivir para contarla: Ni mi madre ni yo, por supuesto, hubiéramos podido imaginar siquiera que aquél cándido paseo de sólo dos días iba a ser tan determinante para mí, que la más larga y diligente de las vidas no me alcanzaría para acabar de contarlo. Ahora, con más de 75 años bien medidos, sé que fue la decisión más importante de cuantas tuve que tomar en mi carrera de escritor. Es decir: en toda mi vida.

Para llegar a Aracataca viajaron toda la noche por un canal, un tramo del río Magdalena y la ciénaga estancada. Iban en una pequeña y maltrecha embarcación de pasajeros, entre la tormenta y la calma, el asedio de los mosquitos y su ausencia, el calor y la brisa ribereña, la incomodidad y el estoicismo. Ya en la misteriosa ciudad de Ciénaga siguieron en taxi y después en un tren casi fantasma.

En el camino, Gabito capoteaba otro asedio, el de Luisa Santiaga, quien en nombre de su padre, el telegrafista y luego farmacéutico Gabriel Eligio Márquez, le cuestionaba a intervalos el abandono de la carrera de leyes. En las treguas, el muchacho fumaba y leía Luz de agosto, de William Faulkner, uno de los escritores que más lo han influido.

Una vez en Aracataca, Gabriel García Márquez supo que el tiempo y la soledad son una locomotora despiadada que arrasa todo, la vida y las cosas, y a veces hasta la nostalgia más sublime. En esa nostalgia del joven escritor, su pueblo natal había permanecido esplendoroso e idílico, pero ese mediodía caluroso, al bajar con su madre del tren, lo redescubriría desolado, desvencijado, oxidado, víctima de un polvo que ardía en la piel y en los almendros.

En medio del estupor se le removieron los recuerdos infantiles de cuando vivió ahí con sus abuelos maternos: el coronel Nicolás Ricardo Márquez, liberal veterano de la Guerra de los mil días y crítico de la Masacre de las bananeras, la cual cometió el ejército contra cientos de trabajadores en huelga. El abuelo le había contado mil y una historias verdaderas, le enseñó a consultar el diccionario y le mostró el prodigioso invento del hielo.

Y la abuela Mina, Tranquilina Iguarán Cotes, quien en cambio hablaba de asuntos extraordinarios y personajes fantásticos como si fueran algo común y cotidiano, como si la vida fuera una de las novelas que, muchos años después, ante las máquinas de escribir y las computadoras, había de inventar su nieto.

Sin embargo, procesada la enseñanza del tiempo y de la soledad, el viaje le hizo reformular, en primer lugar, La hojarasca, y en segundo, su sendero en la vida y en la literatura, incluso en el periodismo, el cine, la música y demás pasiones. Es decir, el joven ya tenía el plan y la visión diáfana que dan las revelaciones.

Sería un sendero siempre nutrido por la infancia, la casa natal, los relatos familiares, el mundo de las mujeres y de las tías, el temple y aconteceres de los habitantes de su pueblo y de la región, la violencia social y política, la historia de su país, la invención de Macondo, de los Buendía, el paso de los años, de la soledad, la realidad y la magia del Caribe, el realismo mágico.

Cronista y reportero

Con 27 años y tras varias peticiones de su amigo Álvaro Mutis, en 1954 se mudó a Bogotá para trabajar en El Espectador, dirigido por Guillermo Cano. Ahí, fue Eduardo Zalamea Borda, el subdirector, quien comenzó a llamarlo Gabo, lo que después se generalizó.

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Gabo y una de sus fans, en 2006, en CUFoto Carlos Cisneros
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Niña admiradora de Gabriel García Márquez solicita un autógrafo al Nobel colombiano en Ciudad Universitaria, en imagen de 2006Foto Carlos Cisneros

Lo contrataron como redactor destacado y luego se convertiría en el primer columnista de su país especializado en cine. Más tarde llegaría la oportunidad esperada, ser cronista y reportero de asuntos especiales.

En 1955 por fin pudo salir La hojarasca. También publicó por entregas Relato de un náufrago, un éxito periodístico y luego editorial (1970) sobre el hundimiento de un destructor colombiano, basado en la entrevista a un marino sobreviviente.

En la entrega final, como una vuelta de tuerca, Gabo revelaba las causas del accidente, muy distintas de la versión oficial de una tormenta, lo cual no gustó al régimen militar de Gustavo Rojas Pinilla (1953-57). En riesgo, el periodista tuvo que salir del país y se exilió durante tres años.

El diario lo envió a Ginebra a cubrir la reunión de los Cuatro Grandes y luego a Roma ante la gravedad del Papa. Se quedó algunos años como corresponsal en Europa para El Espectador y otros medios, en condiciones precarias. Vivió en París y viajó a Polonia, Hungría, Checoslovaquia, República Democrática Alemana y la Unión Soviética. En Roma incluso tomó algunos cursos de cine. En 1957 vivió un tiempo como periodista en Caracas, a donde regresaría otra temporada en 1958.

En ese año, Gabo se casó en Barranquilla con Mercedes Barcha, a quien conocía desde hacía años, y publicó su segunda novela, El coronel no tiene quien le escriba, primero en la revista Mito y luego, en 1961, como libro. Tuvieron dos hijos: Rodrigo, quien nació en Bogotá en 1959, y Gonzalo, en la ciudad de México en 1962.

En 1959 fue nombrado director de la recién creada agencia cubana de noticias Prensa Latina y vivió varios meses en La Habana, donde conoció al Che Guevara y a Fidel Castro, con quien siempre ha mantenido una sólida amistad, al grado que el comandante le ha solicitado diversas labores de intermediación.

Luego, Gabo viajó a Nueva York, donde fue hostigado por los cubanos exiliados y no fue bien visto por el gobierno de ese país, que durante mucho tiempo le negó la visa.

Tras renunciar a Prensa Latina, en 1961 viajó al sur de Estados Unidos, escenario de las novelas de Faulkner, y enseguida cruzó a México, donde fijó su residencia más duradera. En 1962 publicó la novela La mala hora y el libro de cuentos Los funerales de la Mamá Grande.

Aquí trabajó como guionista de cine al lado de Carlos Fuentes, con quien escribió, por ejemplo, El gallo de oro, basado en un cuento de Juan Rulfo, también partícipe de la adaptación.

Un día de 1966 viajaba con Fuentes por carretera hacia Acapulco y de pronto tuvo la revelación de las claves de lo que sería Cien años de soledad, considerada su obra maestra. Con el apoyo de Mercedes, la escribió en 18 meses, de un tirón, pero ese universo habitaba su ser quizá desde aquel viaje con su madre a Aracataca, en 1950.

Cien años de soledad, considerada por Pablo Neruda “El Quijote de nuestro tiempo” por su enorme trascendencia para la literatura en castellano y universal, fue publicada inicialmente por la Editorial Sudamericana, en Argentina, en 1967.

La edición de 8 mil ejemplares se agotó en una semana y hasta la fecha se han vendido millones de volúmenes en más de 30 idiomas. La estrechez económica del escritor y su familia terminó, pero Gabo continuó con la sencillez de siempre, el cultivo de la amistad y una exitosa carrera literaria.

En ese 1967 se mudó unos años a Barcelona, en una España aún sojuzgada por el general Franco. Pero no dejó de viajar a Colombia, Cuba y México, donde más adelante volvió a fijar su residencia.

El libro de cuentos La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada fue publicado en 1973. En 1975 fue lanzada la novela El otoño del patriarca, que preparó durante una década. Y en 1981, otra novela, Crónica de una muerte anunciada.

Ese año fue turbulento para el escritor, pues tuvo que salir a un nuevo exilio ante el intento del ejército colombiano por detenerlo. Lo acusaba de vínculos con la guerrilla del M-19 y de mantener la revista Alternativa. En realidad, García Márquez hacía labores de intermediación, como las realizó en los casos de otros movimientos guerrilleros de su país.

Considerado durante años anteriores para recibir el Premio Nobel de Literatura, éste llegó una noche de octubre de 1982 mientras dormía en su casa de la ciudad de México. Él y Mercedes se fueron a celebrar el acontecimiento a la casa de Álvaro Mutis, también residente en la capital mexicana.

Vestido con un liquiliqui de lino blanco, como los que usaba su abuelo el coronel, dos meses después y con 55 radiantes años, Gabriel García Márquez recibió el Premio Nobel en Estocolmo y leyó el discurso La soledad de América Latina. Pero Gabo siguió como siempre, aunque cada vez más querido y famoso.

Ese año comenzaron a publicarse recopilaciones periodísticas, como los Textos costeños y Entre cachacos. En 1985 se dio a conocer la novela El amor en los tiempos del cólera y al año siguiente publicó la crónica La aventura de Miguel Littin, clandestino en Chile.

En 1989 fue editada la novela histórica El general en su laberinto. En 1992, los Doce cuentos peregrinos. Un par de años después, su única obra de teatro: el monólogo Diatriba de amor contra un hombre sentado.

El mejor oficio del mundo

En 1994, como antes lo había hecho en apoyo a la enseñanza del cine desde Cuba, García Márquez creó la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, con sede en Cartagena, la cual busca renovar al mejor oficio del mundo.

Por ello, y como nunca dejó de colaborar en periódicos y revistas de todo el planeta, no sorprendió que en 1996 diera a conocer Noticia de un secuestro, que revelaba la situación de violencia en su país y, de varios modos, en América Latina. En 2004 publicó la más reciente de sus novelas, Memorias de mis putas tristes.

Dos años antes había llegado a las librerías Vivir para contarla, la autobiografía escrita a sus bien medidos 75 años y en la que Gabo hubo de recordar que, mucho tiempo atrás, su madre fue a buscarlo a Barranquilla para que la acompañara a vender la casa de Aracataca.

Este 6 de marzo de 2012, al cumplir 85 años bien medidos, García Márquez habrá de recordar que hace un lustro, en 2007, Aracataca, Colombia y América Latina fueron una fiesta al celebrarse su 80 aniversario, los 40 de la publicación de Cien años de soledad y los 25 de haber recibido el Premio Nobel de Literatura.

Y habrá de dar fe, además, de su victoria sobre la soledad –que persigue a todo ser humano–, armado con una dosis infinita de solidaridad recíproca, como él mismo ha dicho.