La sal de la tierra

No todo se puede desde el poder. No es lo mismo sentirse Tarzán, que veinte años después. Enero de 1992. En la cúspide de su acumulativo mandato, el gobierno de Carlos Salinas de Gortari consiguió que el dócil Congreso de la Unión aprobara sus hoy tristemente célebres retoques estructurales al 27 constitucional y la legislación agraria, que daban la espalda a las conquistas revolucionarias y post-revolucionarias en el campo mexicano. En sus ansias por “modernizarnos” para llegar a tiempo a la cita con el Tratado de Libre Comercio de Estados Unidos y Canadá, dejaron indefenso al campo mexicano: desmantelable, privatizable y enajenable a nivel Carta Magna. La propiedades ejidal y la comunal fueron arrojadas a los tiburones del libre mercado. Programas y más programas para endrogar a las comunidades, hacerlas dependientes del billete gubernamental y la economía del dinero.

¿Para eso tantos millones de muertos y tantos años haciendo cola en los departamentos agrarios del partido-gobierno? Salinas, sus intelectuales orgánicos y sus legisladores de cabecera —tanto priístas como panistas—, bien Guajardos ellos, clavaron una nueva estocada por la espalda a Emiliano Zapata y su “tierra y libertad”, sin despeinarse y de un plumazo, mientras empachaban al campesinado con Solidaridad a manos llenas. La venta de bancos y empresas estatales dejó al gobierno nadando en lana; tanta, que sus sobrantes dieron para la milagrosa multiplicación de los cheques, que el presidente y sus funcionarios pronasoleros iban repartiendo por el país. Ejidatarios sonrientes, obra pública entregada, satisfacción garantizada.

El Instituto Nacional Indigenista que, según se anunció, sería-entregado-a-los-propios-indígenas, se convirtió en cambio en un pilar central de las reformas contrarrevolucionarias, antipopulares y desnacionalizadoras. Uno de los objetivos principales de ese torpedeo neoliberal de largo alcance eran los pueblos indios. Ellos tenían la tierra. La mercancía. La “última frontera” del progreso.

Pero allí se toparon los liquidadores con la sal de la tierra: los pueblos que la trabajan y viven, que en el camino derramaron su sangre y perdieron padres, hermanos, compañeros, hasta conquistar la tierra.

La marcha histórica del agrarismo, con sus bonanzas cardenistas y sus quebrantos alemanistas, procedía de la lucha de Zapata y se dirigía a la de Rubén Jaramillo, también traicionado —éste por Adolfo López Mateos, el “héroe” del candidato Peña Nieto. Los campesinos, “hijos predilectos del régimen”, eran parte efectiva del aparato corporativo, y la reforma agraria, un dogma para el Estado: lo legitimaba.

Luego de las ambiciosas y brutales “reformas” salinistas, la propiedad agraria se fue desmantelando a marchas forzadas, hasta llegar a la presente situación de millones de emigrados y grandes extensiones enajenadas o devastadas bajo las premisas y los buldózer de la minería, las agroindustrias, el turismo, las hidroeléctricas, la especulación inmobiliaria, suelo y subsuelo. Así, cuando los vecinos del norte desearan clavarnos el popote, podríamos autorizarles no sólo usarlo, sino que les pondríamos el popote en la boca.

No obstante, la “victoria” neoliberal recibió pronto una formidable bofetada. Apenas dos años después, en enero de 1994, el levantamiento indígena en Chiapas desencadenó la revancha de Zapata, quien tiene la virtud de seguir ganando batallas después de sus sucesivas y nunca definitivas muertes.

Desde entonces crece a contracorriente la determinación de los pueblos para defender sus territorios, darse formas de gobierno legítimas y autónomas, e impedir que con su traición los gobiernos se salgan con la suya. La tierra no se vende, es herencia y es futuro. La resistencia indígena impide hoy el desmantelamiento fatal del país. Veinte años después siguen en pie los ejidos, los centros sagrados, los territorios comunales, el kórima, el tequio. La indestructible civilización comunitaria de los pueblos.