Opinión
Ver día anteriorDomingo 11 de marzo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Medianoche todavía
E

n América Latina, para entrar en los desafíos de la posmodernidad tenemos que resolver primero los de la modernidad. En términos políticos, y de organización social, de parámetros de educación, de irrestricta libertad de prensa, no somos aún modernos. Y la modernidad sigue siendo el sueño no resuelto de los fundadores republicanos, cuando dieron a la independencia un sentido de progreso. Quizá sería mejor decir que en lugar de resolver nuestro acomodo en el siglo veintiuno, deberíamos terminar de entrar primero en el siglo veinte, que ya pasó. Y algo más. Revisar nuestros sueños del siglo diecinueve, y hacer cuentas de cuántos de ellos se quedaron en el papel. Legalidad, instituciones firmes, respeto de los derechos individuales, a la opinión de los demás; la tolerancia como norma del ejercicio del poder.

En el texto de nuestras constituciones decimonónicas tocamos con las manos la utopía nunca resuelta. Podemos leerlas como novelas, fruto de la imaginación. Nuestras mejores novelas. La modernidad se nos ofreció en el siglo diecinueve en su parafernalia más atractiva, buenas constituciones, gobiernos democráticos, educación para crear ciudadanos capaces de afrontar el progreso, sociedades integradas hacia adentro, libertades públicas irrestrictas. Pensar, escribir, aunque lo escrito cause disgusto a quien tiene el poder.

Eran ropajes importados que quisimos cortar a nuestra medida. Pero bajo los pliegues de esos ropajes asoma siempre la cola del caudillo que impone el autoritarismo sobre la democracia y mira con inquina las opiniones ajenas, porque no tiene adversarios, sino enemigos, y entre el adversario con derecho de hablar y escribir libremente, y el enemigo visto como alguien proscrito y sujeto al castigo, hay un abismo de diferencia.

En la lección inaugural de hace algunos días en la Universidad Rafael Landívar, de Guatemala, recordé una frase del discurso que el doctor Rafael Uribe y Uribe, el revolucionario liberal colombiano exiliado entonces en Nicaragua, pronunció en 1881 en los funerales del general Máximo Jerez, liberal también, y tan anticlerical aún para la posteridad, que su estatua, levantada en la plaza de León, le da las espaldas a la catedral: ¿Qué hora es en Centroamérica?, preguntó la voz del cañón. Y el eco le respondió: medianoche todavía.

La repuesta del eco rebota en reverberaciones prolongadas y nos alcanza, no sólo a Centroamérica, sino a América Latina. Medianoche todavía cuando pensamos en la ferocidad con que se reprime la libre expresión del pensamiento, un concepto básico de la utopía liberal decimonónica. En plena posmodernidad se ataca a los medios de comunicación con leyes dictadas ex profeso y sentencias judiciales cortadas a la medida; se busca asfixiarlos, se cancelan, o se amenaza con cancelar las licencias de las estaciones de radio y televisión, se encarcela a los periodistas, se les obliga al exilio, y se crea un ambiente de miedo ante la represión oficial que busca imponer el silencio.

El caso más reciente de atropellos semejantes es el del Ecuador, donde el periódico El Universo, uno de los más antiguos del país, que se edita en Guayaquil, fue víctima de un juicio por calumnias promovido por el propio presidente de la república, Rafael Correa, en el que, por supuesto, resultó victorioso en todas las instancias judiciales. La sentencia establecía penas de cárcel a los directivos y una multa de 40 millones de dólares, suma que supera el valor de los activos del periódico, con lo que se vería obligado a cerrar. Éste parecía ser el objetivo último de la demanda, quitarse de encima a un medio independiente y crítico. Carlos Pérez Barriga, el director, tuvo que asilarse en la embajada de Panamá en Quito.

Todo empezó a raíz de una columna escrita en febrero de 2011 por el editorialista Emilio Palacio, quien también buscó refugio, en Estados Unidos, sentenciado también a prisión, en la que juzgaba los hechos de la sublevación policial del año anterior, cuando el presidente Correa fue hecho rehén en las instalaciones de un hospital militar y de manera dramática se abrió la camisa desafiando a los amotinados a disparar.

Al presidente le disgustó que en la columna se afirmara que él había ordenado fuego a discreción y sin previo aviso contra un hospital lleno de civiles y gente inocente. Es una aseveración atrevida, parte de un texto escrito con dureza, en el que a cada paso se le llama dictador. Pero no por eso un jefe de Estado va a procurar la muerte de un periódico usando de todos los recursos de su poder, un poder omnímodo que alcanza a los tribunales de justicia, como en otros países de América Latina que se rigen bajo la doctrina del socialismo del siglo veintiuno creada por el presidente Chávez de Venezuela.

El presidente Correa alegó que actuaba como ciudadano en defensa de su integridad moral y no como presidente del Ecuador. Pero son dos calidades que no pueden separarse y, por tanto, la pretendida reivindicación de su derecho se convierte en un acto arbitrario y excesivo. Un presidente democrático debe estar dotado de un juicio sereno y de la estabilidad de carácter necesaria para no perseguir con sus escoltas a quien lo insulta en la calle, o para clausurar un periódico porque alguien ha escrito en sus páginas algo que le molesta, o lo indigna.

El capítulo ha terminado con un perdón presidencial extendido a las víctimas, el periódico y los periodistas. Al anunciar su magnanimidad, el presidente Correa se ha cuidado en decir que se trata de perdón, pero no de olvido. Levanta la pena, pero guarda el agravio.

Hubiera sido bueno que anunciara también, como parte de esa magnanimidad, que deroga la ley que establece que durante las campañas electorales, los medios de comunicación “se abstendrán de hacer promoción directa o indirecta, ya sea a través de reportajes especiales o cualquier otra forma de mensaje que tienda a incidir a favor o en contra de determinado candidato…”

Otra vez la mordaza, compañera del palo en estos menesteres, una prohibición destinada a imponer el silencio a partir de la próxima campaña, cuando el presidente Correa va a presentarse de nuevo como candidato, dispuesto de nuevo a ganar, escuchando solamente su propia voz, y el eco de su voz que le repetirá: medianoche todavía.