Opinión
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¡Viva La Pepa!
¿C

uándo empezó el gran debate ideológico y político en nuestra América? ¿Con el primer informe de Colón, o al arrancar la empresa feudal de la Conquista? ¿Luego de la caída de Tenochtitlán, el Incario y el exterminio de los pueblos originarios? ¿Con la disolución de la Gran Colombia, o con las primeras aventuras de los yanquis al sur del río Bravo?

Durante los faustos del bicentenario, y en el océano de publicaciones aparecidas con motivo de la gesta independentista, hubo más dudas que certezas. En las 20 repúblicas del continente (más la colonia de Puerto Rico) y en el Estado español menudean, cuanto menos, 22 enfoques oficiales del asunto, más los incontables que no lo son.

En los próximos días, el islámico-andaluz y ardiente puerto de Cádiz celebrará el bicentenario de la primera Constitución española, promulgada en el día de San José, un 19 de marzo, y exaltada por los liberales al grito de ¡Viva la Pepa! cuando Fernando VII la derogó junto con las Cortes, no bien retornó de su dorada prisión en Francia (mayo 1814).

Los debates constitucionales de La Pepa fueron precedidos por el caos y vacío de poder causados tras la abdicación del borbón Carlos IV (marzo 1807), el encarcelamiento de su hijo y heredero Fernando por Napoleón, el ejemplar levantamiento del pueblo contra la ocupación francesa y la matanza de Madrid (mayo 1808), y la jura de fidelidad de los grandes de España a su hermano José Bonaparte (Bayona, junio 1808/diciembre 1813).

En toda la península, espontáneamente, los burgos y aldeas organizaron focos guerrilleros y juntas populares en defensa de la patria, mezclando lo más comprimido de la milenaria sociedad con los partidarios de las castas malditas del absolutismo feudal. Paradójicamente, los invasores decretaron en Bayona una constitución progresista. Pero sería en Cádiz (azotada por la fiebre amarilla y bajo el bombardeo francés), donde los constituyentes liberales y revolucionarios de España y América discutieron en torno a qué hacer con aquella confusa democracia en armas.

Carlos Marx, quien analizó con prolijidad la revolución española, escribió: en su conjunto, el movimiento pareció dirigido más bien contra la revolución que por ella. De un lado, una guerra de independencia nacional en nombre del sátrapa Fernando; y por otro, la reasunción de la soberanía popular… sin jacobinos. Y por sobre todo, el gran error que apuntó el historiador argentino Jorge Abelardo Ramos: primero ganar la guerra y después hacer la revolución. Con lo que así, como en 1936, se perdieron ambas.

Como fuere, La Pepa se anticipó en un siglo al esquema del Commonwealth. Hecho negado y ocultado por los historiadores británicos y franceses que hoy dictan cátedra a los intelectuales contrabandistas y reaccionarios de América Latina. Porque en su artículo primero, la Constitución de Cádiz explicitó: La nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios.

Entonces, y por primera vez en 300 años, la cuestión americana quedó planteada. Sólo que: ¿cuál España? ¿La de la hoz con el martillo o la del martillo sin la hoz evocada por Vallejo en uno de sus poemas más lúcidos y sentidos?

A los debates de Cádiz llegaron diputados elegidos de todo el imperio: de Nueva España y Nueva Granada, del Río de la Plata y las capitanías generales de Cuba, Puerto Rico, Guatemala y Chile, de provincias de Venezuela y de Filipinas. Y al calor de aquellas polémicas, muchos delegados empezaron a sentirse más americanos que españoles. ¿Había llegado la hora del Nuevo Mundo?

Dividida entre liberales y serviles (demócratas burgueses y nobles clericales), La Pepa sustituyó el término Indias por el vocablo América. En Venezuela, la junta patriótica de Barinas estimó que “…los diputados concurrirán a las Cortes generales de la nación entera siempre y cuando la convocación se forme con la equidad y justicia que merece la América, y siempre que formen una parte de España”. Asumiendo la defensa de la igualdad de indios y americanos, el inca Yupanqui del Perú dio la gran lección: un pueblo que oprime a otro no puede ser libre.

Naturalmente, el PSOE no existía aún. Sin embargo, el diputado español Palacios se anticipó al pensamiento de un Felipe González: En cuanto a que se destierre la esclavitud, lo apruebo como amante de la humanidad; pero como amante del orden político lo repruebo (1811).

Y cuando los ingleses hablaban de la intolerancia religiosa de España, el procurador general del principado de Asturias, Álvaro Florez Estrada, les recordaba que la maldición española era el oro y la plata de América, y que las leyes británicas excluían de toda representación a casi un cuarto de su población, porque era católica (Ramos).

La Pepa fue abolida y sus diputados perseguidos. Mas dejó huella profunda en el gran debate de lo que en España y América Latina somos y no somos. A los que en ambas orillas del Atlántico luchan hoy por el otro mundo posible, no les vendría mal revisar los contenidos de aquellos debates premonitorios, reveladores, inconclusos y totalmente vigentes.