Opinión
Ver día anteriorJueves 15 de marzo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Don Giovanni
J

osé Saramago ha sido uno de los escritores más admirados por sus millones de lectores y respetado por todo el mundo por sus posturas de avanzada, mismas que sostuvo hasta la longeva edad en que encontró la muerte y que, como es bien sabido, le ocasionó persecuciones en algún momento. Sostuvo, de siempre, un profundo desprecio por el clero y se atrevió a escribir contra los dogmas más importantes de las religiones cristianas. Fue un espíritu muy libre en todas las circunstancias aunque ello le acarreara rechazo de algunos por encima de los muchos que lo leyeron con cierta fascinación. Todo lo anterior es archisabido, pero lo traigo a cuento por el desconcierto que me produjo que tuviera a don Juan como un rebelde libertario y anarquista que dinamita la hipocresía de su entorno, según declara el director escénico, Antonio Castro y que debe ser la verdadera intención ya que Pilar del Río es la traductora. Será porque soy mujer, será porque no entiendo el asunto, pero no puedo, y conmigo otras féminas, aceptar que esto pueda ser cierto, aunque se admire su arrogancia al negarse a arrepentirse antes de ser devorado por las llamas del infierno en la ópera mozartiana, lo que debería ser el meollo del rescate que hace Saramago.

Aunque ha habido textos más o menos recientes, como Don Juan o el amor a la geometría de Max Frisch o el Don Juan de Guillermo Figuereido que dan una vuelta de tuerca a la leyenda que priva desde Tirso, Saramago se basa en la ópera de Mozart con libreto de Da Ponte para escribir del personaje sin agregarle mucho. Sigue siendo un desagradable playboy de épocas pasadas, dueño de sustanciosa fortuna, que ocupa su tiempo libre, es decir todo su tiempo ya que no trabaja ni se encarga de cosa alguna, en seducir mujeres con artilugios y engaños mientras su criado Leporello anota en un libro negro los detalles de esas conquistas. Si bien don Giovanni es el mismo arrogante malandrín, el Nobel lusitano añade giros al libreto que podrían dar mucho de sí, pero que no llegan a mayores en cuanto a la trama, aunque muestra a las damas como vengadoras más que como víctimas inocentes, como es la confabulación de doña Elvira y doña Ana para burlarse de la virilidad del conquistador. El cambio de final con la campesina Zerlinda traicionando a su esposo Masetto con el ya absuelto seductor y la estatua del Comendador derribada y vencida porque don Juan se mofa de sus maldiciones no me parece suficiente para encomiarlo como espíritu libertario, porque burlarse del Infierno no es suficiente para resarcir los daños causados.

En una escenografía diseñada por Mónica Raya de grandes páneles que simulan madera y que son movidos por tramoyas –muy visibles, lo que arruina el efecto– y cuya rigidez poco se aviene con el espíritu barroco, Antonio Castro dirige con trazo limpio pero con poco acierto en la dirección de actores que no dan sus mejores trabajos en todos los casos y a quienes no logra homologar. Una supuesta actriz muy bella pero pésima en su desempeño, Èrika Korè –quien debería ser modelo y nunca pararse en un escenario– doblando a doña Ana y a Zerlina, nada tiene qué hacer al lado de una actriz de excelencia como es Lucero Trejo encarnando a doña Elvira. Martín Altomaro, más conocido en tele y cine y con esporádicas apariciones teatrales no rinde lo que debiera y, es opacado en su don Giovanni por el Leporello de Carlos Cobos, quien canta una aria mozartiana aleccionado por Raúl Román. Bien Humberto Solórzano como esa estatua del Comendador que inusitadamente sangra de la cabeza a pesar de ser de bronce (uno de los errores del montaje). Rodolfo Blanco correcto como Masetto pero caricaturesco como don Octavio, que no tiene por qué parecer de cuento infantil. La escenógrafa es responsable también del diseño de iluminación y de un vestuario que es del siglo XIX para doña Elvira y contemporánea para los demás, lo que en ninguno de los casos se explica: la mezcla de épocas en un vestuario teatral está justificada para conseguir un efecto de aproximación, lo que aquí no se logra ni resulta necesario y aparece como una simple puntada, lo que extraña en una diseñadora con la trayectoria y los conocimientos de Mónica Raya.