17 de marzo de 2012     Número 54

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


FOTO: Rodrigo Cruz / Tlachinollan

La tierra no se vende,
¿Las personas sí?

A muchos nos indigna leer que están tratando de privatizar los lugares de peregrinación anual de los huicholes. “La tierra de los pueblos es sagrada y no se vende”, decimos.

Pero sucede que la mayor parte de los huicholes que defienden Wirikuta son jornaleros: hombres, mujeres y niños que trabajan en campos agrícolas sujetos a jornadas extenuantes y expuestos a plaguicidas neurotóxicos.

Sin embargo, pocos decimos que la capacidad de trabajo de los huicholes es sagrada y no se vende. Quizá porque la mercantilización de la naturaleza aún nos agravia, mientras que la mercantilización de las fuerzas vitales de hombres y mujeres se ha vuelto algo cotidiano, aceptable, normal.

Y no. La universalidad del trabajo asalariado es la mayor perversión del mundo moderno, como lo fue la esclavitud en sociedades anteriores. Las personas no somos mercancía y tampoco lo son nuestras energías, capacidades y talentos, de modo que ponerlos en el mercado violenta lo medular de la condición humana. Ciertamente así funciona el mundo, pero no por ello es menos vicioso que de lunes a sábado y durante ocho horas diarias nuestro tiempo y nuestra fuerza laboral no sean nuestros sino de quien nos contrató.

La histórica proletarización de la humanidad es una ofensa, pero las formas que adopta el trabajo asalariado en el medio rural son aún más oprobiosas.

En el reclutamiento de los jornaleros sigue operando el sistema de enganche de origen colonial y aún se recurre a la esclavitud por deudas, es decir a los pagos adelantados para asegurar la permanencia del peón; como en las antiguas fincas y haciendas, cabos y capataces se encargan de disciplinar a unos trabajadores que de por sí se esfuerzan al máximo pues por lo general son retribuidos a destajo; hombres, mujeres y niños laboran entre ocho y 15 horas diarias y en los picos de las cosechas los siete días de la semana; los braceros son obligados a manejar agrotóxicos, además de que trabajan con herramientas peligrosas y en medio de animales ponzoñosos, pero casi nunca disponen de servicios de salud; las familias jornaleras cocinan, comen y duermen hacinadas en inhóspitos galerones; los pizcadores son “golondrinos” que viajan de campo en campo pues su empleo es temporal y pocos acabalan más de 150 días remunerados en un año; cuando son indios reciben un trato racista y, en general, no se respetan sus derechos laborales y carecen de sindicatos… El infierno sobre la tierra, pues.

Los peones, en especial los migrantes, son parias entre los parias. El censo registra unos dos millones y medio de jornaleros, de los que medio millón son golondrinos y, si consideramos a sus familias, tendremos que, disponga o no tierra, la mayor parte de la población económicamente activa en el campo mexicano trabaja en el peonaje, sea a tiempo parcial o permanentemente.

La otra cara de la moneda es que la mayor parte de los granos, frutas y hortalizas que nos comemos y los miles de toneladas de productos agrícolas que enviamos al extranjero son cultivados y cosechados por trabajadores asalariados, cuya extenuante y mal pagada labor es la que hace ricos a los agroempresarios y a las trasnacionales.

Nos ofende que privaticen la tierra, el agua, los vientos, los bosques, los lugares sagrados, los pájaros, los reptiles, los paisajes y los códigos genéticos. Es políticamente correcto encabronarse porque venden y destruyen a la madre naturaleza. ¿Y el ser humano? ¿Que las fuerzas vitales de las personas se hayan vuelto pieza de cambio y sean consumidas sin medida ni clemencia nos indigna igual que la mercantilización de la Pachamama? Me temo que no.

La privatización de los bienes colectivos, lo que algunos llaman “acumulación por desposesión”, es una maldición añeja que se agrava en el tercer milenio cuando la Gran Crisis – que es una crisis de escasez– hace evidente el progresivo enrarecimiento de los factores sociales y naturales de los que depende nuestra existencia.

Entonces el gran capital se va sobre la tierra fértil, sobre el agua potable, sobre los recursos del subsuelo, sobre la diversidad biológica, sobre los territorios geoestratégicos… Pero el agandalle de los comunes se quedaría en simple atesoramiento si los bienes privatizados no se valorizaran productivamente.

Y la clave de esta valorización es el trabajo humano. De nada sirve el petróleo si no lo extraemos, refinamos y quemamos en motores de combustión interna; de nada sirve el genoma si no lo alteramos, patentamos y vendemos como semillas para cultivos trasgénicos…

La acumulación de capital –que hoy por hoy mueve al mundo– se sustenta no en el acaparamiento de recursos como tal, sino en la explotación: la explotación del hombre y el medio, es decir del hombre y de su prolongación natural, del hombre y de su cuerpo inorgánico.

Y esto es así aunque los que acumulan especulando con recursos naturales escasos o con el propio dinero, empleen muy pocos trabajadores pues, por medio del sobrelucro que son las rentas, esos grandes capitales explotan el trabajo de todos los que –asalariados o no– hacemos que el mudo en el que ellos medran siga marchando.

La mercancía de la que se alimenta el capital es la humana. Pero las personas no somos mercancía y hay que reivindicarlo. Defendamos de la privatización a la naturaleza, sí, pero saquemos también del mercado a nuestras energías vitales.

–La pizca de la fresa es un trabajo matador. Todo el santo día te la pasas encorvado pepenando, y cuando por fin te tumbas en el catre no tienes fuerzas ni para quitarte los zapatos…

Eso lo cuenta Santiago, aún adolorido, a su hermano Donato. Pero la mirada se le suaviza cuando mira su rancho.

–Aquí, en cambio, no trabajamos: que si ordeñas la vaca, que si te arrimas a la milpa a doblar algo de mazorca, que si compones la despulpadora que se trabó… Y así te la llevas.

–¡Esto es trabajo!, replica Donato. El jale en el gabacho no es trabajo, ¡es pura chinga!

Tiene razón Donato en distinguir el esfuerzo antinatural que conlleva la esclavitud asalariada en los campos de cultivo de Estados Unidos o del noroeste de México, de la labor continua y a veces agotadora, pero diversa y satisfactoria, del campesino que trabaja por cuenta propia. Porque si en el mundo urbano industrial llegamos a pensar que trabajar para otro y a cambio de un salario es lo natural, en el mundo agrario está viva la gratificante experiencia de trabajar para uno mismo, para la familia, para la comunidad…

Entonces ¿porqué no imaginar un mundo en el que ni la naturaleza ni nuestra energía vital fueran mercancías? Un mundo en donde el precio de las cosas y aun del trabajo fuera un medio útil para intercambiarlas o para medirlo y retribuirlo, pero no un fin en sí mismo. La economía moral y solidaria es una utopía posible de la que en el campo quedan vestigios. No la dejemos morir.

¡La naturaleza no se vende… las personas tampoco!