Opinión
Ver día anteriorDomingo 18 de marzo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El desorden del orden
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egún nos informan el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y el Inegi, Felipe Calderón preside una nación marcada por el mal vivir, la desigualdad y el empleo indigno. Por más que se haya intentado y hecho, los índices de desarrollo humano que hace el organismo de la ONU indican un relativo estancamiento nacional promedio y un declive en varios estados, en las variables elementales que en conjunto definen la calidad de la vida de las personas y las comunidades. Y por más que se desgañiten el presidente Calderón y sus seguidores, está claro que éste no ha sido el gobierno del empleo sino de su contrario.

Razones hay y se encontrarán más, pero es cada vez más claro que sin un crecimiento económico mayor y una conducción gubernamental diferentes, el país no podrá dejar atrás pronto esa imagen ignominiosa de país rico y economía potente con muchos pobres e inicua desigualdad. No hay razón económica alguna, ni argumento cultural aceptable, que justifiquen o expliquen la injusticia social que priva en México.

Éste debería ser el foco de la discusión política y de la deliberación ciudadana para enmarcar y dar contexto a la sucesión presidencial. Vieja y tal vez buena costumbre mexicana, el relevo de los poderes constituidos del Estado conjura razones y sapiencias, junto con pasiones y ambiciones, para dar lugar a nuevos panoramas de esperanza donde los intereses de los pocos puedan darse la mano con las esperanzas de los muchos.

En esas vamos a estar oficialmente a partir del 30 de marzo, aunque realmente no hayamos dejado de estarlo desde por lo menos finales del año pasado. Las primarias panistas le añadieron sal y un poco de pimienta a esta expectativa secular que despierta la sucesión presidencial, pero no cambiaron lo esencial del escenario: son tres las opciones que para su gobierno tiene la sociedad mexicana y será entre ellas que la ciudadanía escogerá gobierno y forma de gobernar el Estado para los próximos seis años.

El panismo desolado, como fruto de sus propias mezquindades, buscará cobijo en las especulaciones demoscópicas y la ruindad de sus asesores de imagen, para tratar de afirmar su vetusta idea de un sistema político de a dos, como le enseñaron sus preceptores tardíos de la derecha republicana americana y de la decadente democracia cristiana internacional. Pero no tendrá éxito en su empeño y, con su fracaso, teñirá el inicio de la construcción de un nuevo régimen político que aspire a ser congruente con la pluralidad y la diversidad de la sociedad mexicana sobreviviente de las crisis y los cambios tremebundos del fin del siglo XX.

La inconsistencia panista, resultado de sus oscuras y luego ostentosas maniobras con el poder priísta de aquella época, marcará sus últimos pasos, eco inevadible del fracaso desastroso de los gobiernos de la alternancia.

El PRI se obstina en confundir eficacia con legitimidad democrática y, al proponer fórmulas artificiales y artificiosas para un supuesto buen gobierno, pone en peligro su propia capacidad de durar para cruzar el desierto del fin del presidencialismo autoritario. Puede disfrutar hoy el triunfo adelantado de las preferencias electorales, pero no gozar de seguridad alguna en cuanto a los resultados de la elección y mucho menos sobre lo que ese eventual triunfo puede augurarle en el ejercicio del poder constituido.

La izquierda, fracturada y desfigurada como nunca, ha sido sin embargo capaz de configurar una candidatura cuyas posibilidades de ganar se cifran en su esfuerzo de organizar al pueblo y presentarle un programa creíble de cambios verdaderos, como su abanderado los califica. La respetabilidad y popularidad de su dirigente real, forjadas en una larga y admirable travesía por el llano a lo largo de seis duros años, no aseguran una traducción favorable en las urnas y, la falta de un programa y una proclama que vayan más allá de la coyuntura o la memoria, augura grandes dificultades no sólo para gobernar el cambio ofrecido sino para navegar en medio y frente a la adversidad de una derrota electoral creíble.

El vademécum para rehabilitar una economía aletargada al máximo y una sociedad desgarrada, puede ser todo lo amplio que se quiera o imagine. Para muchos es claro que urge un cambio de rumbo para dar lugar a un nuevo curso de desarrollo, aunque para otros sólo se requiere un ajuste o un cambio en el personal encargado. Para algunos más, lo que importa es perseverar en la ruta seguida, porque pronto se verán los resultados de la paciencia. Ánimos o destrezas, resignación virtuosa o fortuna a secas, sin embargo, lo que está claro es que nada se obtendrá del sistema político que resultó de la transición y desembocó en la alternancia.

Las diatribas y pataletas de Calderón en favor de su ilusoria reforma laboral, no sólo ilustran el fracaso de una forma de gobernar que ha llevado al panismo al borde de una crisis terminal. Muestran, sobre todo, la improductividad letal de un orden político dispuesto sólo a fomentar el desorden público y la avidez de sus actores y poderes de hecho, para quienes la República o la nación han dejado de tener importancia.