Opinión
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De la Tarahumara*
E

n la sierra que lleva su nombre habitan los rarámuris. Esta prodigiosa región es para cualquier visitante un impacto inolvidable. Enormes montañas, riscos escarpados, desfiladeros, o cañadas profundas que se extienden hasta el infinito.

Cuando se fijan los ojos en este paisaje es tal su inmensidad que se pierden los focos de atención, pues al menor movimiento de la mirada se presentan otros declives o elevaciones majestuosas.

La luz cambia al mismo lugar, destacando rocas enormes que antes no aparecían y borrando instantáneamente otras formas. Todo esto cuajado de árboles, millones, grandes o pequeños, que son el alma y la riqueza de la sierra.

En otros parajes, los ríos serpenteantes se vuelven brutales cascadas que azotan las rocas que se encuentran a su paso y se despeñan en las hondonadas. Lagos tranquilos y dormilones con colores de turquesas y zafiros adornan otros lugares. Hay salpicados pequeños valles que se escaparon de la caprichosa y zigzagueante naturaleza serrana.

Aquí, desde épocas milenarias habitan sus antiguos y verdaderos dueños. Lo asombroso es que son y viven como antes, como siempre: los indígenas de la Tarahumara.

Es un grupo humano insólito. Desde el siglo XVI los occidentales que por ahí anduvieron y los que ahora los conocen saben que son algo extraordinario.

Son de estatura mediana y muy fuertes, son pura musculatura, oscuros de piel con pelo negro, brillante y lacio. Parecen forjados en hierro. Su porte es digno y misterioso. Sus caras, sobre todo las de las mujeres, son perfectamente ovaladas, armónicas, y parecen talladas sobre una avellana. Son huidizos, poco comunicativos, especialmente con los chabochis, que son los blancos o mestizos, que no han cesado de explotarlos y humillarlos durante siglos. Pero ellos, siguen neciamente sobreviviendo, orgullosos de ser rarámuris.

El hombre viste una camisa amplia, suelta, con cuello, de amplias mangas con puño y de manta blanca o de colores en seda brillante. Usa un taparrabo, con un triángulo que le cuelga por detrás, atado a la cintura con un ceñidor tejido de lana, con figuras geométricas. En la frente lleva un lienzo amarrado de lado y con las puntas colgando, se llama kówera.

La mujer porta una blusa con batita de la que sale un faldón plegado que le llega a la cintura, con mangas amplias con puño. Las faldas amponas, superpuestas (tres o cuatro), blancas o de colores, las acinturan con ceñidor púkara de lana. La mayoría andan descalzas, algunas con huaraches. Tejen, gruesos sarapes para el frío con la lana de sus borregos o chivos.

En épocas de calor viven en pequeños grupos, en los vallecitos de las altas montañas. En invierno, antes de que se cubran de nieve, bajan la sierra. Sólo llevan sus animales y pocas pertenencias (herramientas, ropa, e instrumentos musicales). Cuando se encuentran otro valle, antes habitado, se instalan. Hacen sus ollas, sus cestas; reparan las casitas de adobe o de madera, los graneros, palizadas para su ganado, o habitan en amplias cuevas. Vuelven a sembrar maíz o frijol en las tierras que los circundan. Todo es de todos y su organización social es totalmente armónica. Nadie tiene más que los otros. Cada quien desempeña un trabajo y una responsabilidad. Hasta los niños, que, enseñados por sus padres, son pastorcitos, acarrean el agua, ayudan en la elaboración de las artesanías y en la caza o la pesca.

A pesar de ser tan grandes las distancias, entre ellos están comunicados e integrados. Ellos, los hombres de los pies alados, recorren cientos de kilómetros por caminos que sólo ellos conocen. Nadie puede adentrarse en la sierra sin un guía indígena, so pena de perderse o morir.

Democráticamente eligen a un gobernador, destacado por su inteligencia, de gran tradición rarámuri, orador y con autoridad moral. Le entregan el bastón de mando. Él tiene unos ayudantes, o gobernadorcillos, que atienden las diferentes regiones. Éstos llegan a una comunidad, donde primero les repasa qué es ser rarámuri, su mitología, sus ritos, la medicina herbolaria, los cultivos. Ellos mismos hacen de jueces, de médicos, de sacerdotes, de maestros. Cuando acaban, van a otro grupo y hacen lo mismo.

Los gobernadorcillos reportan todo, no se sabe cómo, al gobernador; está totalmente informado, y él también se comunica con todos ellos, casi instantáneamente, si hay algún mensaje importante.

Su lenguaje es dulce, pues ellos son gentiles. No tienen palabras ni actos agresivos. Todo lo hacen con poesía, como por ejemplo: te saludo, como la paloma que gorgoja, te deseo salud y felicidad con los tuyos.

Conocen desde niños su entorno, los animales peligrosos, los que son amigos, las hierbas, los árboles, las aves o los peces. Se hablan de tú con la naturaleza.

Realizan ritos ancestrales, a los cuales pocos extraños han asistido. Como a la bendición del peyote, precedida por sus autoridades y chamanes en la noche, en medio del bosque y realizado por Semana Santa, a la que acuden los pintos, que son los hombres casi desnudos con el cuerpo decorado con círculos. Entonces se oye por toda la sierra el sonido misterioso de los grandes tambores de estos hombres que corren como venados para acudir a la celebración.

En uno de los pueblos se juntan, aparecen unos fariseos con penachos de plumas, autoridades, mujeres y niños. Ahí, como en otras celebraciones, hacen el tónari en unos enormes cántaros de barro, que es un caldo de carne, verdura, maíz y especies serranas sobre todo el orégano. El tesgüino, que es una bebida fermentada de maíz; tamales, chacales, o elotes tiernos; guisados, y tortillas.

Bailan al sol, a la luna y a las estrellas, dioses ancestrales, que los vigilan, acompañados con flauta, violín, guitarra y tambor.

Son notables sus olimpiadas anuales. Los hombres hacen unas carreras siguiendo unas pelotas de madera dura por los despeñaderos. Las mujeres compiten en la ariweta, que consiste en lanzar un aro de ramas. Hay apuestas, seguidores en los grandes trayectos y fiesta final, con tesgüinada, música y danzas.

De todas partes del mundo han venido, y vienen a tener la fabulosa experiencia de estar en la sierra y conocer a los insólitos rarámuris de la sierra Tarahumara.

* Texto incluido en el libro Jirones de México, de la autora