Opinión
Ver día anteriorDomingo 25 de marzo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Un acto de magia recurrente
M

e asomo intrigado a la historia de Nicaragua y me encuentro ante un país que con tenaz persistencia ha atado su historia a una idea obsesiva única, la construcción de un canal interocéanico. Desde la marginalidad y la pobreza, desde las discordias incubadas en el atraso de la cultura política, esta idea fija regresa continuamente al escenario y parece siempre nueva, como recién inventada, aunque detrás arrastra una cauda de repeticiones, y por tratarse de un proyecto siempre imposible, de frustraciones.

El paso entre los dos mares, que desde los tiempos del descubrimiento habría de llevar hacia las tierras de Catay y Cipango. Cuando Colón navegaba por la costa del Caribe de Nicaragua, en su cuarto y último viaje en 1502, fondeó sus carabelas frente a la desembocadura del río San Juan, que nunca vio, y tampoco pudo saber que ese río llevaba al Gran Lago, la Mar Dulce como después la llamarían los conquistadores, separado por un breve istmo de las aguas del océano Pacífico. El sueño estaba a la mano y levó anclas sin tocarlo; pero luego, a lo largo de los siglos venideros, aquella ruta, más que un sueño, se volvería una maldición, origen de guerras e intervenciones extranjeras. Todo fue que comenzara en 1848 la fiebre del oro en California, y miles de buscadores de fortuna emprendían el viaje desde la costa este de Estados Unidos hacia las nuevas tierras de promisión.

El comodoro Cornelius Vanderbilt encontró que la ruta más fácil y segura era a través de Nicaragua, y no yendo hasta el sur, para bordear el Cabo de Hornos, ni a través del territorio continental de Estados Unidos, infestado de tribus de indios hostiles, ni tampoco a través de Panamá, lleno de pantanos y fiebres letales. Nicaragua. Un río, un gran lago, un pequeño istmo en la costa del Pacífico fácil de atravesar por las diligencias tiradas por caballos. Mark Twain, entonces un joven periodista, atravesó esa ruta hacia California y describió en una crónica el milagro de ver el sol encendido sobre una de las riberas del río, y la cortina de lluvia cerrada cayendo sobre la otra. Vanderbilt se hizo millonario y tras sus pasos llegó el filibustero William Walker a apoderarse de Nicaragua.

Más tarde, las dragas comenzaron a alzarse y luego a oxidarse sin remedio en el estuario del puerto de San Juan del Norte –Greytown para los ingleses, que querían para ellos ese territorio–, la puerta del canal desde el mar Caribe, y una ciudad de alucinaciones se alzó entonces allí como el decorado de aquel sueño perverso, palacios de columnas dóricas y pisos de mármol, un tranvía, hoteles con barandas floridas, lupanares regentados por madamas francesas, cementerios para irlandeses, judíos, alemanes, de los que hoy sólo quedan las lápidas rotas entre la hierba crecida.

Napoleón III llegó a convencerse de que Francia, gracias al ingenio de Ferdinand de Lesseps, que había construido el canal de Suez y fracasaría luego en Panamá, sería capaz de hacerlo en Nicaragua, seguramente porque sus ambiciones imperiales lo veían dueño de México con Maximiliano en el trono, y a la vez de la ruta interoceánica que se abriría entre las selvas de un país desvalido. Hasta la firma del tratado Chamorro-Bryan en 1914, entre Estados Unidos y la Nicaragua intervenida por sus tropas, una concesión por 99 años prorrogables, o sea, a perpetuidad, con renuncia completa de la soberanía. Los sueños de la sinrazón que seguían engendrando monstruos.

Pero ya antes, bajo la dictadura liberal del general José Santos Zelaya, el canal había vuelto a frustrarse gracias a un curioso episodio. El gobierno de Zelaya había emitido en 1900 una estampilla de correos, con valor de un centavo, en la que aparecía el volcán Momotombo coronado por un gran penacho de humo. En 1902, el senado de Estados Unidos debatía si el canal debía construirse a través de Nicaragua o de Panamá. El agente de Panamá Philippe Jean Bunau-Varilla recurrió a los agentes filatelistas de Washington que lograron conseguirle las 90 estampillas que necesitaba, una para cada senador. Eso fue suficiente. Un volcán en erupción, capaz de provocar un terremoto, era el peor enemigo de una ruta canalera.

En la novela Trágame tierra, de Lizandro Chávez Alfaro, publicada en 1969, la gran alegoría de la historia de Nicaragua es ese canal interoceánico. Venimos de esa alucinación recurrente que nos ha acompañado hasta el presente, y que se niega a desaparecer. Venimos del canal y vamos siempre hacia él, como en las historias de esos barcos fantasmas de velas en harapos condenados a nunca encontrar puerto. En la novela, uno de los sobrevivientes de las crónicas guerras civiles entre liberales y conservadores, Plutarco Pineda, pobre y abandonado, no se rinde nunca ante la idea de que algún día se abrirá el canal y entonces se hará rico, porque posee una manzana de terreno en las márgenes del río San Juan, cuya venta podrá negociar con los constructores extranjeros que vendrán a ensanchar sus riberas y a construir exclusas. Entonces, el progreso de verdad habrá llegado al país, no importa de quién sea el canal, no importa la soberanía nacional.

Hoy, el asunto ha sido puesto otra vez sobre la mesa de discusión por el presidente Ortega, y la imaginación se enciende con las visiones de los barcos de gran tonelaje atravesando las aguas del territorio partido por la mitad, pero próspero y rico, como se le ha soñado siempre cada vez que este virus de la felicidad vuelve a apoderarse de los cerebros. El proyecto se discute con toda seriedad. Comisiones, alternativas de rutas, cálculos de costos y beneficios. Nada más se necesitan 20 mil millones de dólares para que las dragas y excavadoras se echen a andar.

De nuevo, la prosperidad depende de un acto de magia recurrente. No de la transformación de la educación, de la escolaridad total, de la calidad de la enseñanza tecnológica, del desarrollo integral del país, de los índices de productividad, del fin de la dependencia del petróleo extranjero, sino de ese pretexto que despierta siempre para recordarnos que seguimos siendo tan pobres como en el siglo 19, cuando los barcos de la Compañía del Tránsito del comodoro Vanderbilt surcaban el río San Juan y el Gran Lago de Nicaragua.

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