Opinión
Ver día anteriorDomingo 25 de marzo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

Siete punto cuatro

E

l temor a los peligros que acechan por todas partes y los hacía refugiarse en sus casas a hora temprana es el mismo sentimiento que, desde el martes a las 12:03, empuja a la calle a los habitantes de la Privada Músquiz. Todos, aun los enfermos y los ancianos, han reconquistado las banquetas. Encuentran más seguro un quicio o una acera que sus viviendas.

En las habitaciones atestadas de muebles y recuerdos, el crujido de una duela, el golpe de una puerta, el movimiento de un candil o el tintineo de los vasos son para ellos señales de peligro que los obligan a escapar a cualquier hora. No les importa si se encuentran a medio vestir, con la cara envuelta en espuma de afeitar, con el maquillaje inconcluso y el pelo desordenado. En la calle observan las otras casas, los comercios, los cables eléctricos, los postes, los anuncios espectaculares en los edificios próximos. Respiran con alivio al verlos en su sitio.

Luego, como buenos vecinos que se tienen confianza, se miran, se contabilizan, se muestran unos a otros las manos temblorosas, se sonríen y acaban por justificar su actitud en los mismos términos: les pareció que en sus casas todo se movía y salieron corriendo.

Ya calmados, ahondan en los motivos de su excesiva inquietud: en la zona hay minas, el suelo es inseguro y el constante paso de los tráileres ha causado varios hundimientos. Llevan años documentándolos con fotografías y denunciándolos ante las sucesivas autoridades, pero ninguna ha mostrado interés en reubicarlos. A cielo abierto, donde el viento arrastra y disuelve los temores, renacen su indignación y su descontento. Proyectan una nueva visita al delegado para obligarlo a que venga y compruebe que el área es de alto riego, en especial el terreno en donde fue construida la Privada Músquiz: 12 viviendas, 18 familias (hijos casados han vuelto a vivir con sus padres): 68 personas en total, la mayoría testigos de los daños causados por los terremotos del 85. Los recuerdan al detalle, desde la primera señal (Se cayó mi San Judas de su repisa) hasta el maullido de un gato que en la evocación recupera su nombre.

II

Me estaba peinando. El Manchitas comiendo sus croquetas cuando de pronto lo vi salir despavorido. ¿Qué te pasa, loco?, le grité en el momento en que empezaron a caerse todas las cosas del botiquín. Pensé en que de seguro subía por la avenida un tráiler muy cargado. Iba a seguir arreglándome cuando oí a mi vecina: Mary, está temblando, está temblando. ¿Se acuerda, Hortensia, que así me gritó usted?

“Sí, cómo no. Iba a orear mis cobijas en la ventana cuando sentí que el piso se me iba. Dije: estoy mareada pero noté que los árboles de enfrente se mecían. Entonces le grité a usted y corrí a despertar a mi hijo que dormía en la sala. Levántate, Nacho, está temblando. No me creyó. Tuve que zarandearlo para que se fuera conmigo a la calle. Todavía se avergüenza de haber salido en calzoncillos. Le digo que ni quien lo haya visto porque andábamos como locos, rezando y llorando.

El más desesperado era don Celso. El pobre vio cómo se caían las paredes encima de la cama donde estaba Rosario y al instante dejó de verla porque el suelo de la recámara se hundió. Gracias a Dios, no tardamos en sacarla de entre los escombros; pero a usted, Rosario, los minutos deben haberle parecido años.

Siglos, Hortensia, siglos por el sofoco y la desesperación de no poder contestarle a Celso cuando me preguntaba: ¿Estás bien? ¿Me oyes, mi amor? ¡Respóndeme! No quería que él o ustedes me creyeran muerta y me dejaran allí atorada no sabía dónde, escuchando ruidos. Los oía al mismo tiempo muy lejos y muy cerca, como si fueran martillazos metiendo los clavos de mi ataúd. Quise rezar pero no logré acordarme de ninguna oración. Me resigné a que allí hubieran terminado mis días cuando vi, Esteban, tu mano aparecer entre las piedras. No sé cómo pudiste ser tan valiente si apenas eras un chamaco de l4 años. Jamás tendré con qué pagarte lo que hiciste aquel día por mí.

“Al contrario, Chayito, soy yo quien estará siempre en deuda con usted. Gracias a que logré encontrarla me di cuenta de que podía ser una persona útil y no nada más un bueno-para-nada como me llamaban todos, y con razón. A diario me salía de la escuela para irme con los de mi banda a jugar en las maquinitas.

Cuando mi padre se enteró me sacó de la escuela. No quise ponerme a trabajar y mi madre a cada rato me decía: Esteban, no tenemos la vida comprada. Los años se pasan volando. Nunca le hice caso. Acabé por creer que había nacido sólo para morirme. Hasta que vino el temblor del 85. La destrucción, los muertos y sobre todo haberla encontrado a usted, Rosario, entre los escombros, me hicieron valorar la vida y, por primera vez, sentirme bien conmigo mismo. Eso me conmovió muchísimo. Según mi prima Lila, aquel día hasta lloré de la emoción, pero no lo recuerdo.

“Esteban, tú y yo somos de la misma edad. Las estampitas de nuestra primera comunión tienen tu nombre y el mío: Lila. Cuando lo del 85 no eras tan chico y si no te acuerdas de que lloraste al rescatar a doña Rosario es porque no quieres. En cambio yo sí lo recuerdo todo. Era jueves. Mi papá había salido a trabajar desde las cinco de la mañana. No asistí a la escuela porque mi mamá iba a llevarme a que me hicieran unos análisis. Estábamos buscando las llaves cuando sentimos que todo se movía. Mi madre me abrazó y me dijo quedito: Tranquila, mi vida, está temblando. No te asustes. Intenté correr pero ella no me dejó. Nos quedamos quietas sintiendo el movimiento y escuchando golpes, gritos, señales de desorden.

Nunca olvidaré el patio de la privada. Siempre tan limpio, aquel jueves se veía sembrado de escombros, vidrios, palos, trastos, papeles. La última casa estaba deshecha y frente a sus ruinas don Celso le repetía a su esposa: ¿Estás bien? Mi amor, ¿me oyes? Todos lo ayudamos a retirar las piedras pero tú, Esteban, fuiste el único que se atrevió a meterse entre las piedras. Te oí llorar cuando tocaste la mano de Chayito. Fue el único momento hermoso de aquel día horrible en que sólo recibíamos malas noticias y todo era peligro. Acuérdese, Amalia: su vivienda quedó toda cuarteada, parecía que en cualquier momento iba caerse; en cambio, esta vez no le sucedió nada, ni siquiera se le abrió una grieta. Este martes sólo a usted le fue bien.

Sí, pero durante el terremoto sentí mucho más miedo que hace 27 años. Será porque entonces mi esposo aún vivía y mi hijo estaba con nosotros. En aquella hora terrible de septiembre hubo quien me dijera: No te asustes, Amalia, pero está temblando; y tuve a quien decirle: Está temblando, hijito, pero no tengas miedo.