Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 25 de marzo de 2012 Num: 890

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Martí y la emancipación humana
Ibrahim Hidalgo

La literatura como medicina
Esther Andradi entrevista
con Sandra Cisneros

Fantasía y realidad en
La edad de oro

Salvador Arias

A 130 años de Ismaelillo
Carmen Suárez León

La fundación del pensamiento latinoamericano
Pedro Pablo Rodríguez

Breve nota para Moebius
Xabier F. Coronado

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Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Sandra en Mineral de Pozos, Guanajuato.
Foto: Alan Goldfarb

La literatura
como medicina

entrevista con Sandra Cisneros

Esther Andradi

Su madre es hija de campesinos mexicanos que huyeron de la Revolución. Su padre escapó de la rigidez de su progenitor, un coronel que quería un hijo universitario. Ambos se conocieron en Chicago, adonde llegó el padre a pasar un día y se quedó toda la vida. De esa pareja entre un tapicero mexicano que chapurreaba el inglés, y una joven chicana que desconocía el español, nacieron siete hijos: seis varones y una niña. A ella, la favorita y consentida de su padre, la llamaron Sandra. La joven creció en los barrios de comunidades latinas y negras de Chicago, pero alejada de la violencia y el racismo de la escuela pública gracias a las “mentiras sanas” de su padre. Siempre que se mudaban se presentaba al sacerdote del distrito para que sus hijos fueran admitidos en la escuela católica, que era privada y costosa y ellos eran tan pobres... Conmovido por la presencia de este mexicano con su inglés a medias y padre de siete hijos, el cura accedía a ofrecer una beca para que los niños se educasen en la fe católica. Estos “cuentos” paternos, como dice hoy la escritora Sandra Cisneros (1954) le permitieron una socialización diferente. “Como mi padre era muy mexicano y muy orgulloso, jamás sentí la palabra mexican como un insulto, así que su orgullo protegió mi infancia”, afirma Cisneros. Escribió poesía, ensayo y cuentos para niños, y siempre publicó en editoriales “secretas”, muy pequeñas. Pero la fama y el reconocimiento le llegó con su novela La casa en Mango Street (1988) que solamente en eu ya vendió más de dos millones de ejemplares, y fue traducida al español en 2005 por Elena Poniatowska. Hoy día, Sandra Cisneros es una de las más reconocidas autoras de EU. En 2002, publicó Caramelo, una novela en torno al México de sus antepasados. “Un país que sólo existe en la imaginación del inmigrante”, asegura la autora sobre este libro pleno de melancolía y humor, y cuyo título, como el nombre de los capítulos que lo componen, está en español.

–Mexicana, estadounidense, ¿cómo te defines?

–Escritora del mundo. Mi comunidad es el mundo, depende de dónde estoy, de dónde me pongas, allí escribiré, en Bosnia o en Amsterdam, pues de eso escribiré... no porque busco los temas, los temas me encuentran.

–Dedicaste tu novela Caramelo a tu padre, que murió mientras la escribías...

–Mi papá escapó de su casa de México “por un tiempo” y se fue a Estados Unidos de vagabundo. Estuvieron con su hermano en Filadelfia y en Nueva York, pero cuando comenzó el frío decidieron seguir a la costa del Pacífico, a Los Ángeles. Al pasar por Chicago dijeron –según mi papá, que nunca sabemos si está diciendo la verdad o es una “mentira sana”–, ¿pues por qué no nos quedamos aquí un día? Y se quedaron toda la vida. Iban en la ruta del sol y del calor, pero conocieron allí una comunidad mexicana y les pareció cómodo quedarse por ahí. Yo sé también cómo es, porque tuve mi etapa de vagabunda en Europa, y donde encuentras amistades ahí te quedas. Fue un desvío, pero como digo en mi libro, los desvíos son tu destino.

–Y su destino fue encontrar a tu mamá.

–Mi mamá tenía un gran amor por el arte, la pintura, la música, la danza, aunque ella era de clase obrera. Su abuelo había trabajado en el ferrocarril con sus manos; eran campesinos muy humildes, pero mi madre siempre fue así, ella creía en el arte y le exigía a mi padre cada domingo que nos llevara al museo, a los conciertos, al parque para escuchar ópera... esto no era algo muy habitual en la comunidad, pero se acostumbró a hacer eso de niña. Mi padre, aunque era de clase media, no tenía mucha iniciativa; mi mamá, en cambio, era un ser con hambre, y como se quedó con hambre por no poder desarrollarse, intentó darnos a nosotros...

–¿Y de dónde tenía esa pasión tu mamá?

–¡Solita se educó! Cuando nosotros íbamos a la universidad ella comenzó a escuchar unos programas de radio que se difundieron en esa época, y cuando yo llegaba me contaba: “Escuché de alguien muy famoso que se llama Paulo Freire, ¿me podrías conseguir sus libros?” Y así con Pablo Neruda, Gore Vidal... mi mamá sabe de todo. Con ella hablamos inglés; es muy inteligente pero tuvo que dejar la secundaria porque no tenía “buena ropa” como las demás chicas. Trabajó en fábricas de galletitas, de corpiños... Durante mucho tiempo me decía: “Hay que estudiar para secretaria, porque las secretarias tienen buenas manos.” Después, cuando se educó más, me dijo: “Vete a la universidad!” Siempre me defendió frente a mi papá, que deseaba que me casara y tuviera hijos, y mi madre pienso que fue una de esas mujeres que no quiso casarse ni tener hijos, pero se embarazó cuando joven, se casó con mi padre y ahí hizo su carrera corrida de madre.

–Pero tú también te fuiste de casa.

–Me fui para hacerme escritora. Abandoné la casa de mi madre y mi padre y mis seis hermanos, con la excusa de ir a la universidad para estudiar Literatura. A mi padre le parecía bien que fuera a la universidad, porque pensó que iba a encontrar un esposo “bien preparado”. Pero cuando me gradué y vio que salía con mi maestría y sin marido se preocupó, pues había “gastado” todos esos años. Me habían dado becas, porque no teníamos dinero, así que no le habían costado mis estudios, pero después de graduarme tuve que batallar mucho con mi padre para conseguir mi espacio. Mis hermanos vivían todos en casa y yo era la única que iba a vivir afuera. El dijo que la universidad me había arruinado, que me había vuelto “norteamericana”, porque los mexicanos viven en la casa paterna hasta que viene un hombre y te casas.

–O sea que hiciste lo mismo que tu papá.

–Sí, verdad, fue como una justicia poética: lo mismo que él había hecho a su madre y a su padre. Ahora le tocaba a él. ¡Me fui a vagabundear por la literatura! Quería ser escritora y no sabía cómo hacerlo. De niña escribía, era muy rara, le hablaba a los árboles y hacía amigos con mis palitos y era muy solitaria y tenía muchas ganas de dibujar y bailar. Pero mi familia no podía mandarme a clases de baile, no teníamos ese lujo. Todavía ahora me gusta escribir y dibujar, nunca se me quitó. Y de niña mi anhelo era ser escritora pero no tenía cómo decirlo, es difícil si vives en un medio donde no hay escritores. Era mi secreto.

–¿Cómo surgió La casa en Mango Street?

–Son cosas que escribí en años de impotencia. Cuando salí de casa hice diferentes trabajos, algo que mi padre no entendía; para qué había ido a la Universidad si ahora vivía peor que ellos. Daba clases en una secundaria alternativa en un barrio pobre de mexicanos y los cuentos que me contaban las chicas inspiraron esa novela. Ellas sí que habían tenido una vida dura, mucho más difícil que la mía. Empecé a tejer estos cuentos en memoria de mi barrio de niña y lo hice muy fastidiada como maestra, porque no sabía cómo ayudar a estas mujeres; yo iba buscando mi camino como mujer latina, como feminista no blanca. ¿Cómo ayudar a estas hermanas? En busca de ese camino escribí ese libro, que primero fue publicado por una editorial muy pequeña de la comunidad. Nunca imaginé que después lo iban a usar en las escuelas secundarias.

Caramelo está dedicado a tu papá y también a todos los inmigrantes.¿Cómo sientes la situación de los inmigrantes?

–Es como si ahora tuviéramos una nueva esclavitud y todos los que ayudan a los inmigrantes son parte de ese ferrocarril subterráneo que antes ayudaban a los negros. Los movimientos de solidaridad testimonian los sufrimientos de tantas personas. Para traspasar la frontera sufren unos horrores que no podemos imaginar, todos, pero en especial las mujeres. Tienen que separarse de sus hijos, son violadas por sus paisanos y después por los gendarmes estadunidenses. No se pueden defender, no hay manera. Y muchas de ellas sobreviven a esos horrores y son esas mujeres invisibles que nunca llegarán a ocupar un lugar en la historia. Limpian casas, hoteles, las ves en la calle y ni te das cuenta, son mujeres extraordinarias que pasan desapercibidas...

–Eres una convencida de que la literatura es medicina.

–Sí, esa creencia viene de los indígenas. Ellos dicen que los cuentos no son diversión, que son medicina para sociedades que sufren. Y yo también siento que tienen su poder, por eso siempre que leo en público, me concentro y pido que el cuento elegido sea el adecuado para la comunidad que en ese momento está ahí reunida. De alguna manera siempre me llega una confirmación. Siempre le pido a la Virgen de Guadalupe. Soy una persona, un ser humano, pero cuando escribo, mis cuentos tienen ese rayito de luz que no viene de mí; es ella. Yo nomás soy como una flauta que dejo pasar la voz, pero tengo que ponerme muy humilde para oír esa voz, y si no la interrumpo con mi ego, porque cuando escribo y cuando hablo con el público se necesita mucha sinceridad, porque yo solita, no tengo esa sabiduría.

–En San Antonio, Texas, se produjo un escándalo cuando pintaste tu casa de color morado...


Foto: Timothy Greenfield-Sanders

–Mi casa tiene cien años, porque vivo en un barrio histórico, así que tenía que pedir permiso para pintarla. La pinté en 1997, el año en que murió mi padre. Cuando ya llegábamos prácticamente al techo nos llegó la notificación de que habíamos violado la ley por no respetar las reglas del Centro Histórico. Me decían que el color de mi casa “no era histórico” y yo les dije “pero si es un color mexicano y este pueblo se llama San Antonio.” Entonces me dijeron que si podía recoger testimonios orales de que ese color estaba en la tradición de San Antonio, pues entonces iban a aceptarlo. Ya no quedan casas de los mexicanos porque fueron destruidas para hacer carreteras y porque además eran casas pobres. Sé que esos colores estaban porque forman parte de la comunidad mexicana, pero ya no hay evidencias porque ustedes han destruido esa tradición, les dije. Y escribí entonces un ensayo completo sobre el tema y el periódico me lo publicó. Parecía una novela. La gente comenzó a mandarme cartas. Luego llegó la radio, la televisión, y finalmente, después de dos años, dejaron de molestarme. Que use los colores como quiera. Creo que se cansaron. El color es un idioma. Escogí los colores no para hacer un escándalo, sino porque son bonitos y de hecho ahora la gente busca la casa morada ¿Para qué tengo que traducirlo a los expertos? Soy escritora, no arquitecta. Ellos son quienes deberían conocer la historia, pero sólo saben de Europa del norte y me exigían pintarla con colores feos y aburridos, que no son para ese sol fuerte de San Antonio. Ese sol que cruza la frontera y nadie lo puede evitar, no respeta ninguna ley.

–¿Cómo fueron tus lecturas?

–Leí de todo, los cuentos de hadas, como los de Hans Christian Andersen, mi favorito, pero también mi mamá me permitía leer basura, como las fotonovelas, que eran la “biblioteca” de mi padre, historietas mexicanas. Los dos tipos de literatura me fascinan. Clásica y popular. Ya de adolescente leí a los poetas estadunidenses. Después, gracias a una maestra de castellano conocí a los escritores del boom –a los hombres, porque mujeres no había– aún ahora no hay muchas traducciones y leer en español no me es fácil, pero no hay manera. A mis favoritas las tengo que leer en castellano. Soy una mujer con mucha hambre, busco a los autores que me van a alimentar; cada persona tiene que encontrar los propios libros que le hacen falta, ando como una ciega buscando por los rincones los libros que me den la sabiduría que necesito para merecer mi muerte.

–¿Merecer la muerte?

–Creo que estamos aquí en el planeta para acceder a un más alto nivel de conciencia, y si tenemos suerte encontramos ese camino: somos como alumnos, hay que subir la escalera, pero tienes que aprender, porque si no te toca en esta vida, te va a tocar en la próxima. Por eso digo que una no muere hasta que no merece morir. Morir de veras es pasar a otro estado de conciencia.