Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 25 de marzo de 2012 Num: 890

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Martí y la emancipación humana
Ibrahim Hidalgo

La literatura como medicina
Esther Andradi entrevista
con Sandra Cisneros

Fantasía y realidad en
La edad de oro

Salvador Arias

A 130 años de Ismaelillo
Carmen Suárez León

La fundación del pensamiento latinoamericano
Pedro Pablo Rodríguez

Breve nota para Moebius
Xabier F. Coronado

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Naief Yehya
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El caballo de Turín, de Béla Tarr

Casi simultáneamente se estrenan dos poderosas películas apocalípticas. Melancolía, de Lars von Trier, que ha sido motivo de polémica y furiosos debates, y El caballo de Turín, del realizador húngaro Béla Tarr. Ambas visiones desesperanzadas tienen en común que ofrecen imágenes aterradoras de una belleza apabullante, tanto los tableaux vivants de Von Trier, como la desesperada angustia monocromática de Tarr. No obstante, se trata de perspectivas completamente antagónicas del fin del mundo. Mientras Von Trier presenta un cataclismo cósmico, Tarr muestra un extraño final anticlimático de una humanidad abandonada que es borrada de la superficie de la Tierra por feroces vientos. Y junto con sus dos personajes, Tarr, a los cincuenta y seis años, anuncia que este es el fin de su carrera. Con su retiro y la muerte reciente de Theo Angelópulos el 24 de enero 2012, hemos perdido a dos de los más grandes cineastas de nuestro tiempo.

En 1889, en la ciudad de Turín, Friedrich Nietzsche, a unos pasos de su puerta vio al conductor de una carreta que luchaba para hacer que su caballo se moviera. Desesperado, el hombre comenzó a pegarle furiosamente con el látigo. Nietzsche se lanzó entonces a abrazar al animal, protegiéndolo con su cuerpo mientras sollozaba. En la mitología nietzscheana, con este episodio comenzó el declive mental del autor de Así hablaba Zaratustra que concluyó con su muerte, la cual probablemente se debió a la sífilis. A partir de esta conocida anécdota, narrada en off, Tarr se pregunta qué sucedió con ese caballo. En El caballo de Turín, codirigida con su esposa Ágnes Hranitzky, y coescrita con el novelista László Krasznahorkai, el cineasta ofrece una improbable narración de lo sucedido. El filme comienza con el viejo Ohlsdorfer (János Derzsi), quien no es italiano sino húngaro, y su decrépito caballo volviendo a su remota y modestísima granja azotados ambos por el viento, en uno de sus emblemáticos tracking shots que resume toda la pesadez y amargura de la vida. El hombre, que tiene un brazo paralizado, vive con su hija ¿o nieta? (Erika Bók) en una austeridad pasmosa y en un silencio casi permanente que va más allá de la pobreza para retratar una miseria emocional y sensorial extrema. El hombre y su hija comen una papa hervida (a la que él añade una pizca de sal) en cada comida, y como único privilegio beben un trago de pálinka, brandy de ciruela. A la mañana siguiente del encuentro con Nietzsche, el caballo se rehúsa a salir de su establo; el hombre se resigna con la esperanza de que al día siguiente el animal, del cual depende para sobrevivir, esté en mejor disposición. Pero esto no sucede; durante los siguientes seis días padre e hija tratan de seguir con sus rutinas, pero su condición de vida se deteriora: el pozo del que dependen se seca, las lámparas de aceite no se pueden encender y hasta las polillas callan.

Afuera el viento sopla cada vez más fuerte y comienza a sentirse una inevitable sensación de desintegración, como si el viejo y su hija fueran los últimos seres humanos en un planeta moribundo. Tarr no ofrece información alguna sobre sus personajes; no da detalles acerca de sus vidas, no explica quién es el vecino que los visita para buscar un poco de brandy ni quiénes son los gitanos que quieren agua y que al ser rechazados los maldicen. Esta cinta evoca momentos de la prodigiosa obra maestra de Tarr, Satantango (1994), la pesadillesca historia de desilusión y decadencia –de 450 minutos de duración– de una comunidad agrícola ante el fin de la era del colectivismo de estilo soviético.

Ni Nietzsche ni la ciudad de Turín están presentes en el filme. Asumimos que el caballo representa a la bestia de la leyenda, pero nada confirma esa sospecha. El viejo y su hija se acercan a un abismo oscuro con fatalidad y la certeza de ser incapaces de controlar su destino. Carecen de la “voluntad de poder”, de la fuerza nietzscheana que permite al individuo ir más allá de la mera supervivencia en un universo donde Dios ha muerto. Tarr enfatiza la monotonía de lo cotidiano, el meticuloso proceso de preparar al caballo una y otra vez para encontrarse con que la bestia no quiere o no puede ir a ningún lado; en las papas que hierven y son comidas con las manos en un proceso doloroso y desencantado; en la hija que viste y desviste al padre como si tuviera sentido seguir repitiendo los rituales. El caballo deja de comer y beber, anticipando que el final está cerca, que la noche permanente se avecina y no hay donde escapar. Finalmente se hace la completa oscuridad y con ella todo termina como comenzó.

Será una gran tristeza si Tarr no vuelve a filmar, pero si esta es su última película sin duda se trata de un portentoso epílogo, de una hermosa y triste despedida a una era de abominable guerra permanente, destrucción del medio ambiente y muerte de las utopías.