Opinión
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Desde el otro lado

Vigilantísimo

T

rayvon Martin era un joven de 17 años de edad como cualquier hijo, sobrino, nieto o amigo de algún lector de esta columna. Tenía, como muchos jóvenes, aficiones sobre la forma de vestir: pantalones, camisas holgados y una sudadera con capucha puesta, al margen de que la temperatura fuera cero o 30 grados. Una característica extra: era negro. Eso lo hacía diferente de los muchachos blancos que viven en una comunidad amurallada en Sannford, Florida. Una de las peculiaridades de ésta, como otras tantas en Estados Unidos, es que hay retenes y muchas calles están cerradas con rejas y obstáculos para evitar el acceso a cualquier persona; no es muy diferente de las que abundan en ciudades de México.

El 26 de febrero Trayvon salió de la casa que visitaba junto con su padre para comprar un caramelo. Su error fue caminar por las calles de esa comunidad, creyendo que como el resto de los jóvenes tenía el derecho de hacerlo sin ser sometido a preguntas inquisitorias. De repente, uno de los vecinos investido de vigilante lo detuvo para cuestionar su presencia. Cuando Trayvon defendió su derecho a caminar por una calle –espacio público–, el vigilante sacó un arma y le disparó a quemarropa. Sin eufemismos, Trayvon fue asesinado por su aspecto, no por cometer algún delito.

Racismo, paranoia, expropiación de los espacios públicos por la fuerza de las armas, todo ello y más es lo que se concluye de esta tragedia. La protesta por el estado de sitio virtual en que se vive en muchas ciudades llegó a casi todas las calles de Estados Unidos. Miles de personas marchan vestidas como Trayvon, con un grito de angustia, pero también de esperanza por detener esta ola de violencia injustificada, en un país que cree haber dejado atrás la estigmatización de minorías.

Cada vez son más los espacios públicos privatizados con la excusa de la seguridad. Como bien describió en un editorial el New York Times, la privatización de caminos, parques, escuelas y servicios de seguridad exacerba la agresión contra jóvenes, personas de color y por supuesto, los pobres. Es una forma más de exaltar la creciente desigualdad de la sociedad en no pocas ciudades estadunidenses. Lo más grave es que la paranoia, el racismo y la facilidad del acceso a las armas son virus que contaminan con creciente velocidad el tejido social, sin que parezca haber cura. La consecuencia es que cada vez vidas como la de Tryvon son segadas más frecuentemente.

Como no podía ser de otra manera, algunos segmentos de la sociedad mexicana también parecen haber contraído ese virus. Paulatinamente aumenta el número de barrios que son convertidos en cotos privados, donde el temor, la paranoia y las armas también pueden tener efectos letales contra los sospechosos de siempre.