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Nuestro siglo fotográfico
¿Q

ué hace tan especial a la fotografía documental mexicana del pasado siglo? Veamos. Cercanía con el sujeto. Precisión inteligente. Fidelidad a la historia y lo inmediato, buscándoles ángulos, relatos como iluminaciones (en sentido rimbaudiano), atajos para la ironía. Sus logros plásticos. Real hasta cuando surreal (México sería bendecido por los bretonianos como patria del surrealismo real). Y porque nace con la historia (esto es, con la Revolución); al decir adiós al daguerrotipo se pone en movimiento. La fotografía mexicana aprendió pronto dónde, cómo y cuándo poner el ojo y seguir la bala por nuestras vastas intemperies.

El colectivo del Archivo Casasola, punto de partida de la poderosa tradición gráfica del siglo XX, establecería las claves. Es un arte democrático, como diría Monsiváis. Aún cuando no quiere, hace periodismo de primera, y consigue ser arte vivo con notable constancia desde los inicios de Manuel Álvarez Bravo hasta la casi banda organizada de fotorreporteros de los años 80 y 90.

Hoy puede sonar un poco raro todo esto. Nos autorretratamos masivamente para un flujo en tiempo real que captura tramos de vida y paisaje indiscriminadamente, y los comparte enseguida en un stream global impredecible. Más democrática no podía ser la fotografía. Tanto, que ha dejado de ser propiamente fotográfica para convertirse en otra cosa. Ya quién piensa en impresiones numeradas sobre gelatina de plata. ¿Será que su lugar está en las paredes de un museo, o en la web, que todo lo digitaliza, iguala y devora?

En una lectura lúcida, como debe haber otras, el Museo de Arte Moderno de San Francisco (Sfmoma) exhibe desde marzo La fotografía en México, selección de las colecciones de Daniel Greenberg y Susan Steinhauser, y del propio museo. De entrada, la muestra estadunidense se arroga una hipótesis tan interesante como discutible: en el origen de la escuela mexicana moderna estaría la llegada al país de Paul Weston y Tina Modotti, en 1923, y años después Paul Strand. Ellos habrían inspirado lo que vino. Suponiendo sin conceder que así fue, no podemos quejarnos. Fue aquí donde estos tres se hicieron grandes fotógrafos.

Jessica S. McDonald, curadora de la muestra, deja clara la propuesta: El periodo de recuperación que siguió a los tumultos políticos de inicios del siglo XX revitalizó la vida cultural mexicana y atrajo a artistas e intelectuales internacionales. Fotógrafos de todo el mundo se sintieron especialmente inspirados por el impresionante paisaje mexicano y la diversidad de sus habitantes, lo que por su parte animó a muchos fotógrafos nacionales a explorar el potencial de ese medio como método de expresión artística. Debido a la turbulenta situación política no ha de sorprender que el impulso estético evidente en la fotografía mexicana postrevolucionaria se funda a menudo en una profunda preocupación social.

La línea argumental de la muestra parte de Álvarez Bravo (su capítulo es el más abundante), aprendiz de brujo que rápidamente halló el camino y le puso ojos a la realidad alucinante. Viviría 100 años. Él, si alguien, encarna el siglo de registro documental cuyo ciclo espléndido parece haber concluido.

Luego de su pupila Lola Álvarez Bravo, la colección californiana se enfoca a los reporteros gráficos, hoy patriarcales, Nacho López, Rodrigo Moya, Héctor García, Enrique Metinides y el subterráneo ocasional Manuel Carrillo. Observación, composición y el sexto sentido de la oportunidad, como Cartier-Bresson aprendió también en México, definen sus atributos. Tal puntería evolucionará al despliegue de intuición de Graciela Iturbide (tan atractiva como Manuel Álvarez Bravo en el mercado internacional), el laconismo de Mariana Yampolski (notables sus retratos en el Sfmoma) y el post realismo naco de Lourdes Grobet. Y tras ellas, la insolencia reveladora de Pedro Meyer y el agresivo encuadre de Pablo Ortiz Monasterio en sus incursiones a las más arduas laderas de la ciudad.

A partir de aquí, las ausencias son tan obvias que resultan presencias, y basta la Tijuana de Elsa Medina para representar a los extraordinarios fotorreporteros del fin de siglo, aunque falten Marco Antonio Cruz, Pedro Valtierra, Antonio Turok o Francisco Mata, por ejemplo. La muestra acierta al poner con Elsa a Susan Meiselas, estadunidense de pulso muy latinoamericano, aquí en escena de frontera.

Para cerrar el periplo la exposición reúne los escenarios tremendos a la David Lynch de Katya Brailovsky, el paisajismo de cuarta generación de Pablo López Luz, la frontera a deshoras de Alejandro Cartagena, el obsceno encanto de la superburguesía en las incursiones en esos territorios de Yvonne Venegas y Daniela Rosell. De pilón, asume que la frontera tiene dos lados, con algunos nuevos autores de allá mirando acá de la raya.

Lectura parcial si se quiere, confirma nuestra fotografía como una de las mejores del mundo. La verdad, los coleccionistas iban de gane.