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Carpizo, el reformador
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ara los que anhelábamos entender un poco mejor al país fuera del ámbito académico, los libros escritos por Jorge Carpizo, entre ellos El presidencialismo mexicano (1978), resultaron imprescindibles. Apreciar las características singulares del régimen político vigente no era un tema menor en la agenda de la democratización nacional, la cual se veía desde el poder con desdén minimalista, no obstante la creciente inquietud popular que en 1968 había despertado al país. La necesidad de reinterpretar la historia y la vida institucional se convirtió en una necesidad práctica para ajustar el reloj de una sociedad que ya no cabía en los viejos moldes del poder corporativo. Al igual que otros estudiosos como Arnaldo Córdova, con sus trabajos precursores acerca del poder político surgido de la Revolución Mexicana, Carpizo expresaría, con el rigor que da la excelencia, un pensamiento vivo, original, sustentado en el laudable afán del investigador, pero conectado de muchas formas a las cuestiones más acuciantes de la época. Gracias a su capacidad de traducir el léxico especializado del jurista al lenguaje llano del lector instruido, Carpizo consigue descubrir la actualidad de la Constitución de 1917, su plena vigencia como fundamento ordenador de la sociedad nacional, pero al hacerlo también subraya vicios y deficiencias (facultades metaconstitucionales, desequilibrio de poderes), límites que sólo una profunda reforma democrática puede corregir.

Esa capacidad de comunicación suya, tan unida a la personalidad activa, vibrante y apasionada que le permitió ser una figura pública reconocible y respetada, se sustenta en la actitud moral e intelectual que hace de su compromiso con las ideas el proyecto de vida. Bien lo dijo el doctor Narro en su conmovedora oración fúnebre: Todo el tiempo estuvo comprometido con la verdad y la justicia, con la ética y los valores laicos, con el trabajo y la defensa de la dignidad de las personas. Siempre dispuesto a encabezar causas justas, fue un ser primordialmente congruente. Con él era muy difícil equivocarse. Una línea recta articulaba su pensamiento con su decir y con su hacer. No había el menor punto de quiebre en esas dimensiones.

A pesar de las controversias, o de la inquina de algunos –sobre todo de parte de la derecha extrema, pero no sólo–, Carpizo no se mareó con el éxito ni renunció a sus ideales cuando soplaron vientos en contra. Avanzó con ellos, extendiendo la mirada crítica a los grandes vacíos institucionales de la República. Su diagnóstico de la UNAM marcó el destino de la institución y, a pesar de las muchas resistencias de todos los flancos, promovió el cambio, reactivó sus energías y le dio argumentos para preservar sus objetivos como pieza central de la enseñanza superior y como reserva moral de la República, lo cual, por cierto, no le perdonan sus adversarios.

La tarea de Carpizo enriqueció hasta hoy el debate nacional con los mejores argumentos disponibles, siempre al servicio del interés general. Siendo el primer ombudsman combatió la tortura y la confesión de los detenidos, hasta entonces considerada la prueba reina de la justicia. Abrió brecha y con ello creó nuevas exigencias en la ya desde entonces desoladora aplicación de la ley.

Su actitud austera y disciplinada, la honestidad, la responsabilidad personal tanto en la vida pública como en la academia, el rechazo a toda forma de pedantería intelectual y el afán de actuar con profesionalismo le permitieron al universitario servir al Estado sin convertirse en el funcionario de un partido o de un grupo de presión particular. Nunca fue, me consta, un hombre cautivado por el poder, y menos todavía dispuesto a la autocomplacencia, a la comodidad, a hacer concesiones cortesanas, dijo el rector Narro durante el sepelio.Y si bien Carpizo no es un político en el sentido restrictivo del término, sí lo es, sin duda, cuando aborda las grandes cuestiones nacionales desde una perspectiva de Estado, al hacer posible la conjunción laica de los conocimientos académicos con la rectitud y la responsabilidad del funcionario público, rara avis en nuestra traqueteada historia.

Las negociaciones dirigidas por Carpizo hicieron posible el primer acuerdo electoral suscrito por todas las fuerzas políticas para dar independencia al IFE, dejando en el baúl de la historia la participación operativa del gobierno en la organización y vigilancia de las elecciones. Donde quiera que fijó su atención, los saldos para el país fueron magníficos. No hay hasta ahora una propuesta en materia de seguridad como la presentada em nombre de la UNAM, a la que Carpizo se proponía complementar investigando a fondo sobre el tema de las drogas. Ese papel de impulsor de proyectos de gran envergadura lo equipara a los profesionistas de excepción que pusieron la piedra angular para la construcción de México, a los artistas y pensadores que a través de la historia nacional unieron la vitalidad de las ideas con la capacidad de organizar a la sociedad para cumplir sus mejores sueños.

Discípulo de Mario de la Cueva, el jurista Carpizo es fiel continuador de la gran tradición liberal del derecho mexicano, la misma que funda y sostiene el edificio constitucional de 1917. No extraña, pues, que ante las voces impacientes que periódicamente reclaman una nueva Constitución sin aludir al proyecto nacional, Carpizo, el reformador, respondiera con aplomo: “La creación de una nueva Constitución no es un ejercicio teórico, no es una discusión académica, no es la expresión de buenos deseos o intenciones. Se crea una nueva Constitución cuando existe una ruptura –pactada o no– del orden jurídico, lo cual es un dato del mundo del ser, de la realidad, y no del deber ser…” Hoy, al desplegarse la lucha por la sucesión presidencial, no estaría de más releer a Jorge Carpizo, mexicano ejemplar.