Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 8 de abril de 2012 Num: 892

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Alfredo Larrauri, arquitecto
Guillermo García Oropeza

Bárbara Jacobs entre libros
Juan Domingo Argüelles

Clase 1952
Leandro Arellano

Dos poetas

Julián, por Herbert,
a solicitud expresa

Ricardo Yáñez entrevista con Julián Herbert

Dickens y la esperanza
Ricardo Guzmán Wolffer

Para volver a dante
José María Espinasa

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Hugo Gutiérrez Vega

Luis Rosales, un náufrago metódico

Dionisio Ridruejo, Luis Rosales, Leopoldo Panero y Luis Felipe Vivanco habían sido miembros activos de la Falange española y amigos personales de su líder, José Antonio Primo de Rivera. Los espadones sublevados (especialmente Franco, Mola y Queipo), sentían una incontrolable repugnancia por esos señoritos intelectuales sospechosos de afeminamiento por andar siempre entre los libros y por su crítica a algunos procedimientos militares que, dadas las circunstancias, debían ser poco escrupulosos en materia de moral y de respeto a la vida humana.

Terminada la horrenda Guerra civil, Franco se apoderó del liderazgo absoluto (Mola le había hecho el favor de morirse en un accidente) y, en muy pocos meses, se tragó a la Falange, a los tradicionalistas requetés y pelayos, y a todos los grupos de la derecha y de la extrema derecha. Los falangistas (sobre todo los llamados “camisas viejas”) no aceptaron las burdas maniobras del espadón, del “cuñadísimo” Serrano Súñer, aliado incondicional del Eje Berlín-Roma-Tokio, y de los oportunistas que, vestidos con la “camisa nueva”, con la “cara al sol” y haciendo “guardia junto a los luceros (“los caídos... presentes”, dirían los sinarquistas mexicanos), e intentaron organizar un tímido movimiento de oposición que propugnaba por el regreso a los principios fundamentales de la Falange redactados por Primo de Rivera y basados, en buena medida, en el ideario fascista italiano. La reacción del espadón fue típica de la astucia pragmática cultivada con esmero por algunos gallegos de tendencia conservadora: mandó al extranjero a Ridruejo y, cuando éste regresó a España, le dio su casa por cárcel. A los demás les permitió, junto a Ridruejo, hacer la revista Escorial que era la única isla de civilización en el mar de venganzas, crueldades y dogmatismos regido por la Iglesia católica (me refiero a la Jerarquía) y por la soldadesca encabezada por el “Caudillo de España por la gracia de Dios”.

Leopoldo Panero sufrió una serie inacabable de tragedias familiares; Vivanco se quedó callado y Rosales, magnifico poeta y muy buen periodista cultural, vivió un exilio interior sobresaltado por la recurrencia de una calumnia infame que lo acusaba de ser en parte responsable de la prisión y muerte de su amigo Federico García Lorca. Gibson, el historiador irlandés aclimatado en España, demostró la falsedad de la versión calumniosa y dejó bien probado el hecho de que Luis y su familia intentaron hasta el final salvar a Federico, que ya había sido condenado a muerte desde el momento en que el borrachón y beaturrón Queipo de Llano, amo de la radio sevillana, había dicho por teléfono a los zafios criminales que apresaron a Federico: “Denle café a ese maricón.” Luis sufrió toda su vida por la infamante calumnia, a pesar de que estaba comprobada hasta la saciedad su inocencia. Gibson recuerda el momento en que Rosales va al Comité de la Falange, reclama a los asesinos su perfidia y a los falangistas su silencio cómplice, y avienta sobre la mesa su carnet de la Falange. Desde ese momento Luis fue un buen monárquico y navegó por los mares peligrosos del franquismo con habilidad y prudencia. Cuando dirigió Cuadernos Hispanoamericanos dio a conocer a una serie de escritores prohibidos por el Estado confesional. Entre otros a Neruda, Gabriela Mistral y Vallejo. Sabía cómo evadir a la censura franquista ejercida por clérigos feroces y enfermos (llegaron al extremo de censurar la película Mogambo, convirtiendo a los amantes Clark Gable y Ava Gardner en hermanos. De esta manera organizaron un delicioso incesto). Pepe Hierro, Félix Grande, Paca Aguirre y Eladio Cabañero fueron colaboradores cercanos de Luis, tanto en Cuadernos como en Nueva Estafeta. Todos ellos lo defendieron de la calumnia y abonaron su conducta intachable, su honradez sin fisuras. Lo recuerdo, alegre y generoso, en los días de mi llegada a España como consejero cultural de nuestra embajada. Ahora pienso en él como amigo, pero sobre todo como poeta, pues la suya es una de las voces fundamentales de la poesía española moderna. Basta con La casa encendida para probar mi enfática afirmación. Lo veo en el Paseo de los Tristes de su Granada, al lado de Félix y de Pepe, diciendo sonetos de Quevedo. Pienso en su poema “Autobiografía” y me identifico con el final del pequeño texto: “Sabiendo que nunca me he equivocado en nada/sino en las cosas que yo más quería.” Así, querido Luis, somos todos unos “náufragos metódicos”.

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