Marchas de marzo

Desde los extremos de la realidad indígena en las Américas, las marchas que en semanas recientes atravesaron Ecuador y Guatemala, y un poco antes Panamá, significan el clamor que nace de la tierra herida y los pueblos siempre perseguidos que sin embargo se mueven. Todas, marcadas por la incomprensión y la negación del poder y los medios. En la nación andina, la amplia y elocuente movilización de los pueblos de la cordillera, la selva amazónica y la costa fue vista por el gobierno digamos que de izquierda de Rafael Correa como parte de una conspiración de los malos, que quesque le hacen el juego a la derecha y al imperio: los términos cambian, el desdén colonizador permanece. Al no poder ignorarla, el sistema la equiparó falazmente con la reacción, y no le faltaron corifeos ni propagandistas para este nuevo racismo en buena onda progre. Bastante invirtió el correísmo en acarreos y maquillaje de consensos autoritarios para su “extractivismo o muerte” a nombre del, oh sí, interés nacional. Lo mismo alegaba Alan García en Perú hace no tanto.

En Guatemala, como de costumbre, el Estado de ultraderecha ignoró la marcha iniciada en Cobán, pues su verdadero lenguaje es militar, represivo y descaradamente racista, sin los subterfugios que en Ecuador, Perú, y a veces Bolivia, resultan “necesarios” para disimular los compromisos transnacionales de gobiernos emanados de luchas populares y complejos procesos democráticos. En Guatemala la realidad es más simple, sobre todo al arribo, por la vía electoral, de un general genocida como Otto Pérez Molina. Aunque su retórica pareciera la de un demócrata con vocación de liderazgo regional en Centroamérica, a los pueblos ya no los engañan.

Quechuas, aymaras, mayas y ngöbes conocen el rumbo que caminan. Se los negaron antes, y lo anduvieron sin embargo, mas hoy su urgencia es extrema y no sólo hablan por ellos y su sobrevivencia. Al oponerse a la minería brutal, al absurdo científico de los transgénicos, al arrasamiento militar y propagandístico, las marchas apuntan a algo clave: la salvación de la Madre Tierra, de las propias naciones, y a fin de cuentas, les guste o no a los mandones, de la especie humana.

El asesinato de Bernardo Vásquez Sánchez en San José del Progreso, Oaxaca, inseparable de la mano negra de la minera canadiense Fortuna Silver (alias Minera Cuzcatlán), a la que él se oponía en la Coordinadora de los Pueblos Unidos del Valle de Ocotlán, es otro dato más de esa misma guerra al desgastado nombre del Progreso y el Desarrollo, al que los hermanos de los Andes y el istmo centroamericano insisten en resistir. La memorable movilización de los wixaritari en el desierto potosino para defender Virikuta, la oposición de los pueblos mayas en la selva de Chiapas al turismo empresarial, las agroindustrias y la locura extractiva, la defensa del río Yaqui por las tribus yoreme y la resistencia veracruzana contra la mina Caballo Blanco encarnan la misma lucha de las movilizaciones populares en Ecuador y Guatemala. Y no menos los ikoojts (huaves) del istmo de Tehuantepec contra las trasnacionales españolas y mexicanas que solapa el gobierno de Felipe Calderón —a quien financiaron su campaña fraudulenta hace seis años—, mientras publicita masivamente una presunta “energía limpia” que implica el despojo a los pueblos mareños y binnizá para beneficio de Iberdrola, Preneal, Wall Mart, Cemex, Femsa y Bimbo.

En el extremo sur de Centroamérica, los pueblos ngöbe y büglé luchan su parte contra las leyes mineras del gobierno de Ricardo Martinelli, tan neoliberal como el que más, bien dispuesto a la represión antimotines, el asesinato de indígenas y la criminalización racista. En Argentina los qom por fin alcanzan a ser escuchados en los tribunales. En Chile, los mapuche saben que la guerra contra ellos para expulsarlos de Wall Mapu va para largo. En México y en Perú la lista de agravios crece.

Son los invisibles de siempre, los que viven y llevan sobre sus hombros el peso de nuestro futuro como naciones soberanas.