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Días de guardarse (II)
E

ntre las compañías productoras de la televisión de paga no cabe duda que HBO ha sido la de mayor ambición y éxito. (Según reza su lema publicitario no es tv, es HBO.) Además de transmitir películas y actos como conciertos o peleas de box, el canal se ha especializado en producir series (Los Soprano, por ejemplo), miniseries (Band of Brothers), o telefilmes (la reciente Game Change, sobre la fallida campaña de Sarah Palin en 2008) de muy alto perfil.

Entre las series actuales sobresale Game of Thrones, que ha sido bien descrita como una versión para adultos de El señor de los anillos. Basada en la novela seriada A Song of Ice and Fire, de George R. R. Martin (quien también funge como productor ejecutivo), es una compleja historia de lucha de poderes situada en el mítico mundo de Westeros –el equivalente de la Tierra Media, digamos–, cuyo ambiente es decididamente medieval.

Tan compleja es que uno necesitaría trazar un árbol genealógico y un mapa –como el que aparece en la secuencia de créditos– para mantenerse al tanto de los múltiples personajes, parentescos, enemistades y dudosas alianzas, así como de los diferentes territorios donde transcurren las acciones. Si he entendido bien, el gobierno de Westeros es codiciado por siete familias, siendo las principales los Stark, los Lannister, los Targaryen y los Baratheon. A esta última casa pertenecía el rey Robert (Mark Addy), pero, tras su muerte, se desatan las variadas intrigas para hacerse del poder.

Si bien la mayoría de los personajes son de intenciones ambiguas y capaces de ejercer la violencia –descrita en pantalla sin miramientos–, la villanía la ejercen, sobre todo, los hermanos Lannister: la pareja incestuosa formada por la reina Cersei (Lena Headey) y Jaime (Nikolaj Coster-Wakdau); contra ellos conspira un tercero, el enano Tyrion (Peter Dinklage), cuya mente ágil y taimada le otorga cierta ventaja. Mientras, los Stark representan a la familia heroica, expuesta a reveses, como el sacrificio inusitado del patriarca Ned (Sean Bean), acusado de traición. ¿Qué otra producción televisiva se ha atrevido a decapitar a quien parecía su héroe principal –y, de paso, al actor más conocido– al final de su primera temporada?

Otro detalle que vuelve irresistible a la serie –y objeto de una parodia reciente del programa Saturday Night Live– es el constante y franco elemento erótico. Cosa lógica, pues algunos de los caracteres revelan ser proxenetas, bastardos, practicantes del incesto u homosexuales reprimidos. Por otro lado, no es raro que ciertos intercambios de diálogos informativos se realicen durante un gráfico coito, o algún otro acto lúbrico, por lo cual es necesario prestar el doble de atención.

Por si eso suena digno de un programa –como Spartacus, digamos– hecho para explotar emociones baratas de forma chapucera, es necesario aclarar que Game of Thrones mantiene su tono épico de episodio en episodio, exhibiendo valores de producción muy raros para los presupuestos televisivos. No hay punto de comparación entre la calidad de estos Juegos del trono y la pobre imaginación de Los juegos del hambre.

(Varios lectores me han hecho sugerencias de otras series dignas de ser comentadas. Lamento haberme perdido en su momento títulos como The Wire o Breaking Bad, aunque siempre queda la posibilidad de recuperarlas con las colecciones en devedé. Desde luego, estarían pendientes de comentar otras series actuales como Boardwalk Empire, Homeland y The Killing, pero esta semana ya aparece algo de variedad e interés en la cartelera con Intrusos, del español Juan Carlos Fresnadillo; la iraní Una separación, de Asghar Farhadi, y Sabes quién viene, que así rebautizaron Carnage, de Roman Polanski. Ya se puede volver al cine.)