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Ver día anteriorViernes 4 de mayo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Estos puentes a recuerdos
L

a noche acapulqueña tan honda parecía tocar el mar. Un capote negro desmadejado y convaleciente llevaba en sus vuelos la brisa que detenía el tiempo, la unión de los cuerpos abría la puerta de las huellas. La huella de aquella noche granadina en La Alahambra, imborrable y torturadora con sus incrustaciones, formando grecas de otras piedras y mosaicos a lo largo de los muros. Encajes de mármol que protegían las bóvedas y nos servían de sábanas blancas, en las que recreamos caricias y miradas, y contemplaba la elegante esbeltez, deliciosa para la ternura.

La luz, el eco, el misterio y el ruido de los surtidores nos despertaban una pasión nueva, original, que no puedo describir. Esa sensación de un algo más, un algo diferente, que nos enloquecía. No encuentro las palabras apropiadas para decir la impresión de tanta belleza vivida, que promovían en mi espíritu, asombrado e inquieto, el placer de la vivencia lograda y el pesar de las horas que bullían y me dejaron el recuerdo de ese algo, ese indiscernible que se me fue, no tiene nombre, ni día ni año y es tortura ante la imposibilidad de rencontrarlo, pese a su permanente búsqueda.

Recuerdo, sobre todo, de esa noche de luna en que rozamos lo sublime que sobre uno de los estanques estremecidos por la caricia de los surtidores, se reflejaba la luna. Igual que sobre tu cuerpo estremecido, se reflejaba otra luna cuarto menguante. Contrastada por las hileras de cipreses en forma de arco que parecían lúgubre cortejo de deudos por nuestra relación. Al fondo, el alcázar de luz parecía absorber todo el poder de la luna, para diluirlo en agua y alimentar la senda luminosa que me guiaba en ese buscar tu belleza íntima, que era luz mágica. Magia prohibida que pagaba la factura de la separación inelaborable.

Magia que nos llevaba a los jardines a caminar entre los canales y cipreses. Las sombras de nuestros cuerpos se proyectaban por los rayos de luna en el Cenit. Sexualizados bailamos al compás de la dulce armonía de los surtidores, en una danza irreverente. La claridad nos permitía entrar al tiempo del amor en la penumbra atenuada por la lánguida luz de tu hermosura que agigantaba la afiligranada escultura.

La playa acapulqueña con su misterio nocturno acariciante me recordaba obsesivamente esa noche de La Alahambra en que vislumbrábamos algo de la luz del más allá, antes de caer en lo aterrador del misterio de la vida-muerte. Una invasión sensitiva delirante en que perpetuaba con avidez esos refilonazos angustiosos que da el amor cuando no es narcisismo. La caída en la hondura de la muerte, encarnadura trágica, palpitante. Marco que revelaba la confesión intima del ayayay que aún no era lenguaje y emergía de las entrañas. Un volcán en erupción en el regodeo del recuerdo.