Opinión
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Adiós a Georgina Luna Parra de García Sáinz
N

unca pensé que se iría antes que yo. Georgina y Susana Luna Parra, Mimí Riba y Leonor Rincón Gallardo fueron grandes amigas de mi primera juventud. Íbamos juntas al IFAL (Instituto Francés de América Latina) en la calle de Nazas, y nos enamoramos como adolescentes de Jomi García Ascot, quien años más tarde filmaría En el balcón vacío. Nos parecía el hombre más guapo del planeta y lo buscábamos por los pasillos para hacerle cualquier pregunta e interrumpirlo en su trayecto de una clase a otra. Vivíamos la vida en rosa, como la canción de Edith Piaf, y reíamos abrazadas y cómplices, porque volaba una mosca. ¡Ah, y nos acompañábamos al baño!

De las cuatro amigas, Gina era la más guapa, la más jacarandosa, la que más llamaba la atención. Se vestía con colores fuertes y caminaba también pisando fuerte. En las reuniones, le encantaba que cantáramos y siempre había alguien que nos acompañaba con su guitarra. En todas las casas de México había una guitarra y nos preguntábamos: “¿Te llevaron gallo el día de tu cumpleaños?”, porque ese era un certificado de popularidad. ¡Ah, el amor! Se podía caer el mundo, pero nosotras sólo hablábamos del amor y discutíamos si era más guapo Luis Martínez del Río o Luis Romero de Terreros. Luego las cuatro amigas nos perdimos un poco de vista, pero a Gina, como la llamábamos, volví a encontrarla en exposiciones de arte popular y en bailes folclóricos, porque fue una investigadora de primera y una fanática de todas las manifestaciones culturales del pueblo de México.

Amiga de Alberto Beltrán y de Tere Pomar, ambos grandes conocedores y promotores del arte popular mexicano, la apreciaban por su lealtad y su entusiasmo. Ella misma se vestía con el terno de lujo de Yucatán y era la más bella de la fiesta. Tejía su pelo con lanas de colores, usaba el enredo de los mixes de Mixistlán, su ceñidor y sus múltiples collares de ónix. Aparecía en las reuniones vestida de chinanteca con su huipil y su falda blanca bordada y todos la elogiaban. En su casa, la comida era una delicia, porque conocía las mejores recetas de mole de pepita de calabaza y de comida campechana o tlaxcalteca, y en su cocina se hacía el zacahuil, un tamal grandote que nunca se acaba y proviene de Hidalgo, así como pozole verde de Guerrero, que tampoco se acaba nunca.

Para todo, Gina te decía mi amor con su voz cálida y ronca y te preguntaba por tu vida y tus quehaceres como si nada fuera más importante en el mundo. Lo era para ella. Sabía querer a los demás y a Ricardo y a sus hijos. Enseñaba a vivir. Su casa siempre tenía la puerta abierta. No toques, la puerta está emparejada. Entrabas y pasabas por una pieza enorme llena a reventar de todos los regalos que le hacían a Ricardo y que ella no desenvolvía. No te dejes vencer, mi amor, me dijo en alguna ocasión.

Tendía sobre la cama la ropa de Ricardo, desde los calcetines hasta el traje para que se los pusiera en cuanto saliera de la regadera.

Fue una esposa devota y solidaria y una madre amorosa.

Georgina se enamoró y difundió la belleza de las artesanías mexicanas, como lo describe en El arte popular en Chiapas: maravillosas manos artesanas. Escribió sobre los coras, los rarámuris, el mundo de las máscaras, la herbolaria y los remedios indígenas, los trajes típicos y la comida, y llevó a Europa, a lo largo de los años y a través de varias exposiciones, el color turquesa, el jade, el rojo púrpura de la grana cochinilla. También pintaba y dibujaba, y cuando murió Susana, su hermana, me regaló dos desnudos de mujer que ahora tengo enfrente. Apenas veía un nuevo bordado, de inmediato lo dibujaba, emocionada, para darlo a conocer. Gran investigadora de nuestras tradiciones indígenas, descubrió danzas ajenas a nuestra cultura, no por ser de otro mundo, sino porque su pasión y entrega la hizo investigar y llegar a las raíces del México profundo. Con su sobrino, hijo de su hermana Susana, el fotógrafo Ignacio Urquiza, pasó días felices en Chiapas, en Oaxaca, en Veracruz, en Yucatán, en San Luis Potosí, recogiendo costumbres y trajes espléndidos. Con Graciela Romandía Cantú, gran conocedora del arte colonial y autora de exvotos y milagros mexicanos, hizo La Judeao la Semana Santa Cora. Más tarde recorrió la Tarahumara, y todas las sierras de México le manifestaron su cariño.

De comer peyote, me habría gustado probarlo con ella.

De todos sus libros, el que más me enamora es En un jardín de flores, porque tiene remedios para el cuerpo y el alma. Me lo regaló (creo recordar) cuando salió Gaby Brimmer, porque también trataba de la lucha de quienes tienen capacidades diferentes y su texto me resultó no sólo conmovedor, sino aleccionador. El 23 de marzo pasado La Jornada publicó uno de sus artículos sobre la Tarahumara, y me gusta pensar que así como lo escribió, Gina baila ahora al Sol, a la Luna y a las estrellas, en medio de los pájaros y las flores bordadas que siempre fueron su compañía y ella nos brindó con tanta generosidad.