Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 6 de mayo de 2012 Num: 896

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Estudio fotográfico…
Leticia Martínez Gallegos

El poeta es sólo otro
Ricardo Venegas entrevista
con Jeremías Marquines

Bruno Traven,
cuentística y humor

Edgar Aguilar

La ley del deseo en la sociedad de consumo
Fabrizio Andreella

Gilberto Bosques, diplomacia y humanismo
José M. Murià

Puebla, Haciendo Historia
Lourdes Galaz

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
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Alonso Arreola

Cinexcusas
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La Jornada Virtual
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Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
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Ana García Bergua

Unos muy puntuales cuentos a deshora

Los cuentos de Arturo Souto Alabarce (Madrid, 1930), recién editados por Bonilla Artigas Editores, sorprenden ahora como seguro sorprendieron cuando fueron publicados por primera vez en 1960 por la UNAM. Académico y ensayista de muy larga trayectoria, la faceta como narrador de Souto ha sido admirada por sus contemporáneos y discípulos, si bien no es muy conocida entre los lectores. Por eso es de agradecerle que, junto con la editorial Bonilla, los haya puesto ahora a nuestro alcance y disfrute.

Lo primero que nos golpea en los cuentos de Arturo Souto son los ambientes fantásticos, novelescos, algunos esperpénticos, en los que se desenvuelven las historias. De estos ambientes que parecen como grandes óleos pintados con maestría surgen unos personajes al límite de la vida, la muerte o la locura: del desierto árido y silencioso se recortan el vaquero Juan y su némesis, el coyote 13, en una especie de duelo metafísico, en el célebre “Coyote 13”, el cuento más antologado de Souto. De alguna selva criolla virreinal surge el monstruoso niño Lisandro de la cabeza enorme, sólo atento a la cercanía de los cocodrilos que van sitiando una mansión y sus habitantes, en “Los lagartos”. En medio del calor sofocante de alguna hacienda bananera o azucarera se fragua el negrito Nicodemo, quien fantasea y teme a los fantasmas nocturnos, en “El candil”. Una ciudad inacabable, infinitamente gris, moldea al caminante del kafkiano “Nunca cruces el parque” (cuento que hace pensar mucho en los de Pedro Miret, contemporáneo de Souto y refugiado español, como él). En la vieja casa del capitán Reed, poblada de aire salado, antigüedades y misteriosas reliquias marítimas se materializa el ser fantástico, cercano a una sirena de James Ensor, que poseerá a una visitante desprevenida durante la noche (“El beso en la isla del fuego”).

La voz del narrador en estos cuentos es una especie de cántico evocador, que a mí me hace pensar en Melville, pero también en Conrad y en Kipling, y en Horacio Quiroga. En ellos, los humanos viven con los animales y los monstruos, sin distinción, y las ropas suntuosas o simbólicas son tragadas por los ambientes y la fatalidad: los encajes y los terciopelos son devorados por el cauce pútrido del agua, la mitra de un obispo se empolva entre el hambre y el miedo de quienes se refugian de los franquistas durante la Guerra civil española. Las ropas delicadas de la fanática señorita Carter y el lujurioso profesor Lippi se arrugan con el sudor mientras esperan el fin del mundo en “Tenebrario”. Hay un sutil contraste entre el ambiente enfebrecido y los gestos y enseres delicados, que otorgan a estos cuentos un tono goyesco, esperpéntico como dije, o de plano surrealista. La prosa de Arturo Souto, su arrastre envolvente, murmura y maravilla:  “Cuando los amantes, enlazados por la cintura, bajan de la azotea, ya se llena el mundo de arrebol. Han pasado la noche en vela. Noche diáfana y ardiente de estío, preñada de constelaciones que se encendieron en el vidrio traslúcido de los tragaluces. Ahora viene el día, pero es un sol raro éste que amanece. Disco achatado y titánico, transparente y encendido como un rubí ecuménico. Habiendo asomado lento en un horizonte erizado de rascacielos cuyas cúpulas metálicas relumbran, asciende al cenit, más imponente que otras veces su trayectoria, casi definitiva. Y en millares de ventanas estrechas, en sus marcos de aluminio y de cromo, se reflejan dispersos otros tantos millares de círculos sangrientos”.

José de la Colina me preguntaba cuál sería, de estos cuentos, mi preferido. Desde luego comparto su gusto por “Coyote 13”, un cuento excepcional, de la raigambre, como él señala, de Moby Dick y El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, y que ha sido reproducido en muchas antologías. El que más me gustó, aparte del anterior, fue el mencionado “Los lagartos”,  cuento alucinante y esperpéntico donde todo es verde, seguido quizá de  “El gran cazador”,  donde aquel que caza al tigre más grande de la selva termina desmoronado por los insectos.

Para mayor placer sibarita, habrá que leer los cuentos de Souto en los días de tormenta, cuando el agua se estampa contra el cristal y difumina los contornos de la realidad. Entonces, sintiéndonos frágiles y a merced del cielo, podremos absorber las acuarelas de estos cuentos prodigiosos, de esos que ya no se escriben, de selvas y desiertos y pueblos tropicales, de tigres y coyotes a deshora.