Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 6 de mayo de 2012 Num: 896

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Estudio fotográfico…
Leticia Martínez Gallegos

El poeta es sólo otro
Ricardo Venegas entrevista
con Jeremías Marquines

Bruno Traven,
cuentística y humor

Edgar Aguilar

La ley del deseo en la sociedad de consumo
Fabrizio Andreella

Gilberto Bosques, diplomacia y humanismo
José M. Murià

Puebla, Haciendo Historia
Lourdes Galaz

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Bruno Traven, cuentística y humor

Edgar Aguilar

B. Traven fue un escritor de novelas, algunas magníficas. Si sus novelas pueden llegar a ser opresivas hasta el delirio –con frecuentes dosis de humor–; en algunos de sus cuentos se vuelca a la parodia tanto de sus modelos más cercanos (los indígenas de México) como de sí mismo. Entonces ya no es el Traven que reniega por su indecible crueldad de las injusticias sociales, sino un Traven despreocupado que no sabe o no quiere saber de afrentosos sistemas económicos ni de incentivas de rebeliones de indios mexicanos: lo que desea es, digámoslo así, desentrañar en las curiosas manías de estos, lo que lo induce a hacer mofa de sus propias manías como un gentil americano en tierras mexicanas.

Canasta de cuentos mexicanos es quizá la colección de relatos de Traven más popular entre el lector mexicano. Los relatos de esta colección en particular dan un saludable respiro a la mayor parte de su obra. Son relatos con sobrada malicia, originales en su aparente sencillez, y algunos verdaderamente divertidos. Nos referiremos a tres de ellos por considerar que cumplen cabalmente con los aspectos mencionados.

En “El suplicio de San Antonio” se narra la historia de Cecilio Ortiz, minero indígena que adquiere un reloj con el fruto de años de penoso esfuerzo. Este reloj le da a Cecilio cierto estatus entre sus compañeros de trabajo y aun entre los capataces, quienes le solicitan repetidas veces la hora a lo largo de la jornada. Cecilio, en un descuido e inexplicablemente, extravía su reloj. En su desesperada búsqueda y sin poder hallarlo, visita la iglesia del pueblo y recurre a San Antonio… y de aquí el suplicio del santo: al no concederle al indio la aparición de su prenda a pesar de sus ruegos y de unas cuantas veladoras prendidas, a éste no le queda de otra que hacerlo su prisionero (lo roba de la iglesia) y darle una serie de reprimendas entre cómicas y absurdas de lo que considera su deber: encontrar su reloj y devolvérselo. San Antonio es llevado al monte y dispuesto sobre el brocal de un pozo abandonado, donde Cecilio amenaza con zambullirlo. Cecilio, entonces, de pie ante el santo impávido, y al reprocharle su ineptitud, le otorga a éste atributos que otrora le han conferido a él sus patrones –lo suponemos– por alguna falta cometida: “Después de sufrir una semana, estoy seguro de que dejarás tu terquedad y tu pereza y tratarás de hacer algo en mi favor.” El relato se resuelve una vez que un compañero de trabajo encuentra el reloj entre unos montes de piedras, y ante el júbilo de Cecilio, San Antonio es devuelto a su altar en multitudinaria procesión.

“Aritmética indígena” es una sabrosa relación de hechos en cuanto a la “compra” de un cachorrito, propiedad de una especie de arruinado granjero gringo. En este relato lo que destaca es la habilidad de Crescencio para envolver al apacible estadunidense y así adueñarse del tan ansiado perrito. La astucia del indígena es tal que consigue convencer al gringo de recibir a su hija para cocinarle, por lo cual recibirá como pago de adelanto un peso plata, el mismo valor que posee el cachorro. De esta manera, al efectuarse el pago acordado es como Crescencio logra hacerse “honestamente” del cachorrito, pagando por él exactamente un peso plata. Eulalia, la supuesta hija de Crescencio, nunca se presenta en casa del gringo. Éste, aún crédulo de que Eulalia ha sufrido un lamentable percance, baja hasta el jacal de Crescencio, donde encuentra al indio jugando divertidamente con el perrito. El gringo reclama a Eulalia. Crescencio se defiende aludiendo que cumplió su palabra: le pidió a su hija que fuera a casa de aquél, pero ésta se negó argumentando que jamás iría a servir a la casa de un gringo mugroso. Y como ya está la muchacha en edad de valerse por sí misma, sigue contando Crescencio, no hay forma de obligarla… El estadunidense exige entonces el cachorro, a lo que Crescencio le responde recordándole que ya hubo un trato de por medio entre los dos: “‘Está bien, Crescencio’. Eso fue lo que usted dijo, exactamente. Y agregó que el perrito era mío, ya que lo había yo comprado honradamente pagando por él un peso plata”. Al gringo no lo queda más remedio que admitir que ha sido burlado.

En “Dos burros” vemos al mismo estadunidense de vida pacífica y honrada. En el pueblo hay un burro suelto que causa destrozos y arremete contra los demás burros. Es un burro aparentemente sin dueño, feo, con un gran tumor en su anca izquierda, al que todos los lugareños desdeñan y aporrean. El gringo, al darse cuenta de que para ser “alguien” en el pueblo se requiere de un burro, decide tomarlo y aligerar en algo sus quehaceres del campo, previa consulta con un indígena del lugar y saber si en realidad el asno no pertenece a ningún vecino. Y al constatar que no pertenece a nadie, se hace cargo de él. El burro resulta ser un excelente animal, resistente y sano. Y aquí inicia el calvario del gringo: debe pagar cierta cantidad al primero que se le ocurra pasar a su choza reclamando a su bestia… El colmo del asunto llega cuando hasta el alcalde del pueblo reclama al gringo lo que es “propiedad de la comunidad”, por lo que debe pagar, una vez más, cierta cantidad por el burro. Al término aparece la legítima dueña del animal, doña Amalia, quien con estas finas palabras encara al estadunidense: “¡Salga, desgraciado ladrón, venga, que tengo que hablar con usted y no me gusta esperar, perro tal por cual, gringo piojoso!” El gringo pierde finalmente a su burro y, haciendo alusión al título del cuento, cierra con humor: “El lector se preguntará ¿y el otro burro? Pues bien, nuevamente anda en busca de algún sitio tranquilo donde vivir (…)”

La gracia con que Traven hilvana estas breves historias, y su aguda capacidad para penetrar en el habla, en las manías y costumbres de los indígenas de México y provocar situaciones chuscas, tanto por las circunstancias mismas en que se ven inmersos sus personajes como por la destreza narrativa que origina que éstos se expresen y actúen deliberadamente para lograr sus propósitos, hacen del enigmático autor que escribió la mayor parte de su obra en nuestro país un cuentista delicioso que supo explorar el lado menos trágico de la miseria humana.