Opinión
Ver día anteriorViernes 11 de mayo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Paul Auster: Diario de invierno, aún sin lápiz
P

aul Auster, incansable creador de ficciones y de personajes inolvidables, vuelve aquí su mirada sobre sí mismo. Y si en un libro anterior, A salto de mata, rememoraba sus años juveniles de aprendiz de escritor, en este Diario de invierno a los que se inscribe y agrega Porque escribir, hasta llegar a las primeras señales de la vejez para evocar episodios de su vida.

“Y así, se suceden las historias: un accidente infantil mientras jugaba al beisbol, el descubrimiento del sexo, las masturbaciones adolescentes y la primera experiencia sexual con una prostituta, el recuerdo de sus padres, un accidente de coche en el que su mujer resulta herida, una presentación en Arlés acompañado por su admirado Jean-Louis Trintignant, la estancia en París, una larga lista comentada de los 21 lugares en los que ha vivido a lo largo de su vida hasta llegar a su actual residencia en Park Slope, sus ataques de pánico, las historias de sus abuelos, sus dos primeros matrimonios fallidos y el largo feliz matrimonio actual, la visión de un viejo thriller por televisión y las reflexiones que propicia, las visitas a la familia de Siri, los viajes, los paseos, la presencia de la nieve, el paso y la herida del tiempo, la conciencia del cuerpo que envejece…”

En definitiva, el puzle de una vida a través de vivencias, sensaciones y recuerdos. Un magistral autorretrato construido con la pasión, la desbordante creatividad literaria y la ejemplar viveza de la prosa que son ya las señas de identidad de este escritor amado por los lectores y admirado por la crítica, pasajes que recrean las huellas registradas en Porque escribir al que me he referido y publicado hace años por La Jornada Semanal, en que una rítmica quietud queda esculpida en la escritura de Paul, el escritor estadunidense que se alza del resto de sus colegas, con voz propia, enlazadora de una cadencia contenida en súbitas y fulgurantes olas que dan cuenta del modo de acuñar en las efigies grabados de la mente, escrituras que requieren siempre de un lápiz y otro lápiz abrepasos, narradas desde el lugar del lector, desde su posición de vencido, de desamparado.

Auster narra un acontecimiento en apariencia baladí. A los ocho años de edad, él era fanático del equipo de beisbol los Gigantes y su ídolo Willie Mays, al igual que su familia. Una tarde, después de un juego contra los Bravos, sus padres se quedaron en el estadio discutiendo; al salir cruzan el campo para abandonarlo por la puerta posterior y Auster se encuentra en la salida a Willie –nada menos que Willie– Paul, atarantado, le pide un autógrafo y no encuentra un lápiz en su grupo. Frustrado llora toda la noche aplastado por la desilusión. La vida la había puesto a prueba y había fallado en todos sentidos. Pequeño relato que nos enseña el efecto mágico de la escritura y en su última instancia elaboración secundaria de las representaciones verbales. Al visualizarla no hace otra cosa que sublimar esta representación de la palabra sucedida en la niñez. De hecho el autógrafo quedó en la mente del niño con su secuela de insatisfacción en un proceso de transición y perpetuación de esos restos verbales.

Trabajo arcaico que en los restos verbales tiene la intuición de algo del resto. Lo que le permite comprender que ponerse las representaciones de palabras ante la vista es, en cierto modo, situarse de nuevo frente a la cosa filtrada por esa fábrica de escorias verbales que es la verbalización. Auster parece abrirnos una nueva puerta en la pizarra mágica de la mente en que se pueden borrar las notas con sólo levantar la hoja de celuloide. Si la pizarra es aquello sobre lo que uno escribe correlativamente es, además, aquello sobre lo cual se lee. La escritura se ofrece a la lectura que lo mantiene constantemente en estado de marcha. Cuando estas dos partes dejan de estar en contacto, nada puede expresarse, porque hace falta que exista cierta relación de tensión entre ellas.

El hecho infantil de Auster quedó grabado en su memoria y éste es repetido en círculos. Al leerlo en su mente, Auster reactualiza esta escritura no fonética a la que trata de superar volviéndose escritor, con un nuevo lápiz que niega y afirma que en realidad sigue sin lápiz, a pesar de escribir como oficio. El drama está en que la escritura interna –grafía-trazo abre barreras– se ve crónicamente amenazada de borrarse, y la escritura fonética, aparentemente la atrapa. Leer este episodio sería en este sentido preciso conjurar el miedo a la desaparición de la escritura interna. Si la escritura existiera como texto durable la lectura sería su apropiación. Para ello se precisa la preservación de la adhesión de los sistemas –inscribir y grabar. Lo que equivale a decir que la conciencia consiste en un hilo frágil y misterioso que los liga.

Auster intuitivamente da pie a un fantasma asombroso: la lectura como polvo de huellas mnémicas verbales susceptibles de volatilizarse instantáneamente por poco que falte el contacto y vuelva a aparecer el hueco, el vacío, la desilusión. Auster surge como el gran escritor buceador de inscripciones y grabaciones mentales.