Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 13 de mayo de 2012 Num: 897

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
RicardoVenegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Los luchadores y el cine
Jaimeduardo García entrevista con José Xavier Návar y Raúl Criollo

Eduardo Lizalde, tigre mayor
Marco Antonio Campos

Lizalde narrador
Rosario Sanmiguel

El tigre en la chamba
Rafael Vargas

Lizalde o la poesía del resentimiento
Mario Bojórquez

Rilke y Lizalde: la guerra de las rosas
Evodio Escalante

El Cinema Rif de Tánger
Alessandra Galimberti

Leer

Columnas:
Galería
Rodolfo Alonso

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Retratos
Alejandro Michelena

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Francisco Torres Córdova
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De materia humana

El cuerpo cotidiano, uno y todos a la vez, el mismo y otro, único, solo.  Ese lugar tan común y propio, íntimo, secreto, que no cesa de iniciarse en los ritos del aire, que no deja de nacer –cada vez y siempre la primera vez–, por la gracia y el poder de un beso.  El cuerpo que se rinde a los impulsos primarios del agua y llega de la sombra de la nada al relumbre de la sangre, y entonces desata su grito y centra en la tierra su peso –meses que son eras, milenios que son un instante.  El cuerpo abismal, del que tanto sabemos y nunca es suficiente, y tan clara es su química exacta que así entre sus flujos y reflujos nos urde, nos lleva y nos muere. Y también el cuerpo encumbrado en los tumultos del consumo, exaltado, ahíto y sin embargo insatisfecho, y el hundido en el silencio que fermenta el dolor ubicuo del hambre, su rabiosa comezón en la inocencia de la carne.  Tantos que puede ser, desde el pleno y oloroso, el mimado por el azar y la espiral de lo posible, al cínico indolente o el enfermo, el incompleto, el torcido y contrahecho por la ignorancia que incorpora la miseria o los venenos del olvido; del adolescente titubeante al joven adusto que embrutecen los ejércitos, dispuesto a la vulgar mitología de sus armas, las medallas relucientes y sonoras en el pecho, y las heridas nunca invisibles que el frente taja en la frente del alma; del asombro y la risa todo corazón en que el niño se derrama en la mañana, al anciano que concentra sus severas soledades en las frágiles orillas de sus pies, la incertidumbre de las manos y el glauco nocturno de los ojos; del eficiente y cultivado del atleta al refinado y vigoroso que la danza transforma en alfabeto en el espacio y así articula la condición mortal de lo sagrado que lo impulsa, la belleza arraigada en la cadencia de huesos, tendones, músculos y aliento. En la multitud amorfa que somos, al final –o así desde el inicio– es el noble cuerpo cotidiano, vulnerable y temeroso, anhelante de otros cuerpos que lo amparen, que lo arropen de los fríos de sus múltiples monólogos; ese cuerpo que el viejo poeta de Alejandría invoca desde adentro y más allá de la caricia, en esos lapsos delicados de tibia y pura eternidad que el tiempo a veces distraído nos concede:  “Cuerpo, recuerda no sólo cuánto fuiste amado,/ no sólo los lechos en que yaciste/ sino también esos deseos que por ti/ brillaban en los ojos claramente/ y temblaban en la voz.”  Ese cuerpo que cristaliza la persona, que la aparta de la multitud con apenas un reflejo de sol en el cabello, una sonrisa inteligente, un aroma.  El amoroso, con la certeza encandilada de los ojos que son, como la columna vertebral y las entrañas, materia del espíritu.