Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 13 de mayo de 2012 Num: 897

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
RicardoVenegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Los luchadores y el cine
Jaimeduardo García entrevista con José Xavier Návar y Raúl Criollo

Eduardo Lizalde, tigre mayor
Marco Antonio Campos

Lizalde narrador
Rosario Sanmiguel

El tigre en la chamba
Rafael Vargas

Lizalde o la poesía del resentimiento
Mario Bojórquez

Rilke y Lizalde: la guerra de las rosas
Evodio Escalante

El Cinema Rif de Tánger
Alessandra Galimberti

Leer

Columnas:
Galería
Rodolfo Alonso

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Retratos
Alejandro Michelena

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

El tigre en la chamba


Martí Soler, Eduardo Lizalde y Carlos Montemayor.
Foto: Círculo de Poesía

Rafael Vargas

Delmore Schwartz –el gran poeta estadunidense que a los veinticuatro años de edad mereció el elogio unánime del mundo literario estadunidense por la publicación de su primer libro, En los sueños comienzan las responsabilidades (una amalgama de poemas y cuentos por los que llegó a ser comparado con Stendhal y con Chéjov), y que en 1966, a los cincuentaidós años, falleció empobrecido y paranoide en el elevador de un hotel de medio pelo, en Manhattan–, escribió en uno de sus siempre perspicaces e incisivos ensayos, “La vocación del poeta en el mundo moderno”, que quien respondía al llamado de la poesía tenía muy pocas probabilidades –o ninguna– de ganarse la vida a través del ejercicio directo de la creación poética.

Existen –dice Schwartz– premios, becas, mecenas, y la poesía es celebrada con mucha generosidad y muchos honores. “Desafortunadamente, éstos le son otorgados al poeta hasta que él mismo ya ha logrado la estabilidad, pero durante los primeros años, quizá los más difíciles, lo mejor que un poeta puede hacer es conseguirse cualquier otro tipo de trabajo para poder pagarse el empeño de ser poeta.” Esto, que Schwartz escribió en 1958, hace más de medio siglo, refiriéndose a la situación de los poetas en Estados Unidos, era igualmente válido para los escritores del México de entonces, aunque en nuestro país la única institución que otorgaba becas de manera sistemática en esa época era el Centro Mexicano de Escritores, fundado en 1951 por la narradora estadunidense Margaret Shedd.


Eduardo Lizalde con Carlos Monsiváis y Hugo Gutiérrez Vega, septiembre de 2004. Foto: Yazmín Ortega Cortés/ archivo La Jornada

En su juventud, buen número de los narradores y poetas que habrían de contarse entre nuestros más renombrados autores desempeñaron los más diversos oficios, algunos muy apartados de la actividad literaria –Octavio Paz contaba y quemaba billetes retirados de la circulación en los hornos del Banco de México; Jaime Sabines comerciaba telas y confecciones en un negocio familiar; Juan Rulfo trabajaba como agente viajero para la llantera Goodrich Euzkady, y Juan José Arreola deambulaba vendiendo sandalias en Ciudad de México.

Aun en terrenos aparentemente más afines, señala Schwartz, el poeta que se convierte en profesor universitario, guionista de radio, televisión o cine, periodista, empleado de una casa editorial o de una agencia de publicidad, está siempre en riesgo de acabar apartándose de su verdadero trabajo, el que ha elegido por vocación: escribir poesía.

Ayer y hoy, en Estados Unidos o en México, el ejercicio poético se cumple siempre, incluso en los casos en que el desempeño de un puesto en la academia o en la administración pública parecerían garantizar una cierta tranquilidad económica, a contracorriente y a deshoras.

Por supuesto, ésta ha sido también la realidad en la que Eduardo Lizalde se ha visto sumergido desde la adolescencia. En esos años se dio cuenta no sólo de que era imposible vivir de escribir poemas, sino incluso practicando otros géneros literarios.

Por eso, además de los centenares de artículos periodísticos y ensayos literarios y políticos que desde comienzos de los años cincuenta ha escrito motu proprio (pero también para redondear el sostén personal y familiar), de los muy extensos guiones para telenovelas históricas, de las decenas de programas para radio y televisión alrededor de una de sus grandes pasiones –la ópera–, de los centenares de cápsulas radiofónicas, del incesante trajín que implica dirigir un suplemento cultural semanal (ha dirigido dos: La Letra y la Imagen, para El Universal, y El Semanario, para Novedades) Lizalde ha tenido que compaginar la construcción de su espléndida obra poética con una larga serie de funciones y cargos en instituciones como la Universidad Nacional Autónoma de México (donde ha sido profesor titular en la Facultad de Filosofía y Letras; director general de la Escuela de Verano; redactor de La Gaceta de la UNAM; jefe de la Imprenta Universitaria; director de Radio UNAM; director de la Casa del Lago); la Secretaría de Educación Pública (primero como director general de Educación Audiovisual, después como director general de Publicaciones y Medios); la cadena de Televisión de la República Mexicana (red de repetidoras dirigidas a las zonas rurales del país de la cual fue director general); el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (donde se desempeñó como subdirector de Publicaciones); el Instituto Nacional de Bellas Artes (fue director general de la Compañía Nacional de Ópera) y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, en cuyo extenso organigrama ocupa, desde 1996 hasta la fecha, el cargo de director general de la Biblioteca de México.

Precisamente en los años en que comenzó a desempeñar esta última tarea tuve la fortuna de ser su colaborador. En 1996 yo era subdirector general de la Biblioteca, dirigida entonces por el poeta Jaime García Terrés, cuya salud decayó en abril de ese año de una manera tan acelerada que quienes lo rodeábamos ni siquiera fuimos capaces de anticipar su muerte, ocurrida a finales de ese mes. Transcurrió un semestre sin que se encontrara a la persona idónea para sucederlo. En noviembre llegó Eduardo Lizalde.

Lo primero que me llamó la atención en su estilo de trabajo fue su apuesta por la continuidad institucional. Algo, por desgracia, poco frecuente en el servicio público, donde lo usual es volver a partir de cero. Una vez que examinó las líneas de operación de la Biblioteca y los proyectos que se venían desarrollando, decidió mantener en sus puestos a la totalidad de colaboradores de confianza y proseguir con todas las actividades que había iniciado García Terrés. Enseguida, su principal empeño fue buscar un incremento en recursos financieros para dar al edificio un mantenimiento adecuado, dotar a las distintas áreas de nuevos equipos de cómputo (a veces parece imposible ganar la carrera contra el desgaste y la obsolescencia en ese terreno) y comprar un volumen importante de libros, indispensable para renovar y actualizar acervos. 

Nunca es suficiente el dinero cuando se trata de una biblioteca. La cantidad de gastos que deben hacerse para su buen funcionamiento es literalmente interminable. (Y hay que tener presente que la Biblioteca de México es una de las más concurridas del país.) En obtener esos recursos y decidir la mejor manera de emplearlos se invierten tiempo y esfuerzos preciosos, observables, en la mayoría de los casos, sólo en el largo plazo.

Trabajar con alguien a quien se admira es un privilegio. Naturalmente, admiraba la obra literaria de Eduardo Lizalde mucho antes de trabajar con él en la Biblioteca de México –mi generación creció leyendo y disfrutando sus poemas y escuchando en la radio sus múltiples programas en favor de la difusión de la ópera. Pero al trabajar a su lado cotidianamente tuve la oportunidad de admirar también al funcionario eficiente y sencillo, enemigo de aspavientos, siempre amable y gentil con sus colaboradores, siempre dispuesto a escucharlos y a tomar en cuenta sus opiniones. Como subdirector, conté siempre con su total confianza. Como editores de la revista Biblioteca de México, Jaime Moreno Villarreal y yo dispusimos de la más absoluta libertad y de su plena colaboración para realizar cada número.

Naturalmente, lo más fácil fue admirar cada vez más a la persona y sentir cada vez más afecto hacia quien, de pronto, un buen día, descubrimos que se cuenta entre nuestros mejores amigos –como lo era ya en las páginas de sus libros. Ojalá todo mundo tuviera la felicidad de trabajar alguna vez con alguien así.