Opinión
Ver día anteriorLunes 14 de mayo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La territorialidad de la dominación
E

n su fase actual, la lógica de una desestabilización encubierta con fines de una balcanización territorial –parcial o total– de México se apoya en la guerra sicológica y en la guerra sucia. A ambas modalidades bélicas les es consustancial la propaganda. La propaganda de guerra. Mediante la propaganda se fabrica la verdad oficial. En el proceso de manufacturación de una verdad colectiva el objetivo es lograr que aparezca como verdadero lo falso. La realidad cotidiana es negada como tal y redefinida por la propaganda gubernamental. Los continuos partes oficiales (del Ejército, la Marina, la Policía Federal o estatal) se convierten en la realidad, por más obvia que sea su distorsión de los hechos. En ese ambiente de mentira institucionalizada los medios realizan una verdadera inversión orwelliana de las palabras. Y como en toda guerra el enemigo llega a ser –aunque no siempre de manera explícita– la referencia fundamental del quehacer social, identificar quién es enemigo de quién y de qué manera lo es, son preguntas que en muchos casos tienen menos que ver con realidades objetivas que con construcciones elaboradas mediante una calculada manipulación de la realidad.

Como principal procedimiento de la guerra sicológica, la propaganda consiste en “el empleo deliberadamente planeado y sistemático de temas, principalmente a través de la sugestión compulsiva […] con miras a alterar o controlar opiniones, ideas y valores y, en última instancia, a cambiar actitudes manifiestas según líneas predeterminadas”. Frente a la inercia y debilidad de la conciencia pública, la ambivalencia y confusión de las capas medias de la población son explotadas mediante la propaganda. Los medios son uno de los principales vehículos de la propaganda. El poder real tiene conciencia que los medios son un poder. Y lo utilizan para incrementar el propio. Máxime, cuando, como en el caso del duopolio de la televisión, las familias propietarias forman parte de la plutocracia mexicana.

Si la guerra sicológica busca la destrucción del enemigo real o potencial no mediante su eliminación física, sino por medio de su conquista síquica, la guerra sucia se dirige contra la población civil, y como no existe una justificación, ni política ni legal, para dirigir a las fuerzas armadas y los organismos de seguridad del Estado contra la sociedad, la tarea se encomienda a organizaciones clandestinas o escuadrones de la muerte –grupos de hombres armados vestidos de civil– que secuestran, torturan, asesinan o desaparecen sospechosos de colaborar con el enemigo.

Ambas formas de guerra constituyen maneras de negar la realidad y buscan alcanzar la victoria sobre el enemigo por medio de la violencia y generando terror en la población. La guerra sucia se sirve de la represión aterrorizante. Es decir, de la ejecución visible de actos crueles que desencadenan en la población un miedo masivo, incontenible y paralizante. A su vez, la guerra sicológica utiliza la represión manipuladora, generando miedo mediante una sistemática e imprevisible dosificación de amenazas y estímulos, premios y castigos, actos de amedrentamiento y muestras de apoyo condicionado.

En diciembre de 2006, para justificar la militarización del país como vía para profundizar el plan de reordenamiento territorial de facto contenido en el Plan Puebla-Panamá (2001) y la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad (Aspan, 2005), Felipe Calderón y sus patrocinadores en Washington tuvieron que fabricar un nuevo enemigo. Dado que Andrés Manuel López Obrador desactivó la resistencia civil pacífica contra el fraude electoral para evitar un baño de sangre, y que tras los laboratorios de la mano dura en Atenco y Oaxaca (2006) las guerrillas siguieron en sendas fases de construcción pacífica de autonomía territorial (el EZLN) y de acumulación de fuerza (el EPR), los estrategas de la guerra de Calderón tuvieron que fabricar un nuevo peligro para México. El enemigo sustituto pasó a ser el narcotráfico, como la modalidad más visible de lo que se ha dado en llamar el crimen organizado.

Hermano gemelo –en su gestación– del calderonismo, la irrupción mediática del grupo La Familia Michoacana sintetizó y exhibió la nueva matriz de opinión que habría de ser impuesta a la población desde los medios: la guerra entre grupos delincuenciales por el control de los territorios, las rutas y los mercados de la economía criminal. Una guerra de distracción –salvaje y de apariencia demencial, pero planificada para ese fin–, que por la vía de inflar, potenciar y posicionar en el escenario público organizaciones delincuenciales reales o ficticias (el grupo de Joaquín El Chapo Guzmán, Los Zetas, La Mano con Ojos y otras sorpresas) permitió desviar la atención de la nueva guerra de conquista por los territorios y los recursos geoestratégicos, con sus megaproyectos y una integración energética transfronteriza ya en curso.

En forma paralela a la guerra a los malos de Calderón –una guerra real, encubridora de la dominación de espectro completo con fines de balcanización del territorio nacional y miles de ejecutados sumarios, torturados, detenidos-desaparecidos y fosas clandestinas–, las usinas de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y del Pentágono en Washington fueron manufacturando otras matrices de opinión tales como México, Estado fallido, narcoinsurgencia y narcoterrorismo, y otras más recientes como narcoestado sustituto, que han venido siendo utilizadas para profundizar la militarización de la vida cotidiana y de los principales espacios sociales en varias partes del país. Una militarización que, con la excusa de acabar con enclaves criminales y recuperar espacios sin gobierno, contribuye a la omnipresencia del control prepotente y de la amenaza represiva, como vía para imponer un nuevo reordenamiento territorial en el marco de un Estado policial en ciernes.