Opinión
Ver día anteriorJueves 17 de mayo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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E

n estos últimos días he tenido ocasión de platicar con algunos amigos franceses, estadunidenses y no pocos compatriotas acerca de las elecciones en nuestros respectivos países. El común denominador ha sido cierto desencanto con el proceso democrático. ¿Cómo traducimos nuestras inquietudes (y quejas) en acciones concretas del estado que habitamos? Los ciudadanos delegamos nuestro poder a los representantes en el Congreso y al jefe de Estado. Pero es obvio que nuestros representantes, nuestros delegados, no cumplen con sus responsabilidades.

Y el hilo conductor de esas conversaciones con mis amigos ha sido qué hacer como ciudadanos ante tal panorama. ¿Por qué participar en un ejercicio supuestamente democrático si sabemos de antemano que nuestro voto no surtirá efecto alguno, que los delegados que elijamos se olvidarán de quienes los eligieron y que muy probablemente actuarán según sus intereses personales y conforme a las directrices que reciban de los partidos que los postularon? Peor aún, ¿por qué tomar parte en unos comicios para elegir entre unos candidatos que no inspiran confianza y mucho menos simpatía?

Cuando oímos a los disidentes en Siria o Bahrein hablar de la necesidad de que el pueblo tenga la palabra en las decisiones políticas, nos provoca una sonrisa un tanto cínica. ¿En Estados Unidos realmente decide el pueblo? En las elecciones presidenciales apenas participa la mitad de los ciudadanos. Su Congreso responde más a los grupos de presión organizados (los llamados lobbistas) que al electorado. Esos lobbistas representan intereses económicos muy concretos. No sorprende, por tanto, que muchos congresistas salientes se conviertan en portavoces de esos grupos de lobbistas.

En Francia hubo 10 aspirantes en la primera vuelta de las elecciones presidenciales celebradas el 22 de abril. Un 26 por ciento de los ciudadanos que participaron en esos comicios dieron su voto a uno de los siete candidatos menores. Luego vino el concurso entre los dos finalistas: el presidente Nicolas Sarkozy y Francois Hollande (Marine Le Pen quedó en tercer lugar, con un porcentaje sorprendentemente alto). En ambas vueltas la participación rondó en un impresionante 80 porciento.

En Estados Unidos, en cambio, apenas votó la mitad del electorado. Por tanto, ¿es un país menos democrático que Francia? Seguramente que Alexis de Tocqueville tendría unos comentarios muy pertinentes al respecto.

Mis amigos estadunidenses se mostraron un poco sorprendidos por la falta de resultados en el Congreso mexicano. Argumentaron que la no relección les da cierta autonomía a los diputados y senadores y que, por consiguiente, podrían actuar de manera más independiente. En Estados Unidos, en cambio, los congresistas piensan más en cómo podrán relegirse y para ello requieren de dinero para sus campañas. Y aquí los lobbistas tienen un papel preponderante.

Sorprenden también a los extranjeros las enormes cantidades que reciben del Estado los partidos políticos en México para sus campañas. Ahí está la intensidad de la propaganda partidista en calles, edificios, carreteras y, sobre todo, en radio y televisión. También les extraña la pobreza de los mensajes del Instituto Federal Electoral. ¿Por qué insiste el IFE en decir que participar en unos comicios es la esencia de la democracia? ¿Por qué insistió en el valor de los debates entre los candidatos? ¿Para qué sirven esos debates?

Según algunos estudiosos de las encuestas en Francia, los debates no han incidido en las preferencias del electorado. Más bien sirvieron para cimentar las preferencias ya declaradas. Así lo demuestran los debates, en 1974, entre Valéry Giscard d’Estaing y Francois Mitterrand, y entre éste y Jacques Chirac, en 1988. Y así lo demuestra el debate del pasado 2 de mayo. Fue muy acalorado y hasta entretenido, pero no parece haber cambiado muchos votos. En México, en cambio, el debate del pasado 6 de mayo fue acartonado y penoso.

Llegamos a la conclusión de que el problema básico de la democracia en nuestros tres países no tiene mucho que ver con la participación (alta o baja) de los ciudadanos en los comicios presidenciales. Más bien tiene que ver con el perfil de las personas que nos presentan los partidos. Pensemos en Mitt Romney, virtual candidato del Partido Republicano en Estados Unidos. Lleva meses peleándose con una serie de enanos mentales para ver quién refleja mejor el pensamiento neoconservador de su partido. Pues bien, ganó el menos conservador. Pero sus contrincantes le han regateado su endoso. Lo mismo hizo Marine Le Pen al declarar que votaría en blanco en la segunda vuelta.

El menú de candidatos fue mucho más atractivo en Francia. En México el cuarteto que desfila por la radio y la televisión es francamente penoso. Aun en Estados Unidos, ni el presidente Barack Obama ni el ex gobernador Romney levantan mucho entusiasmo. Obama ganó en 2008 con un mensaje esperanzador y ahora trata de religirse con un mensaje de ya verán lo que haré en mi segundo mandato.

También discutimos el papel de los medios de comunicación y su relación con los políticos. Hablamos del caso de Rupert Murdoch en el Reino Unido y de Televisa en México. Es obvio que el mundo cibernético está incidiendo en cómo se hace la política.

¿Qué hacer? Mis amigos franceses optaron por no votar en la segunda vuelta de las presidenciales el pasado 6 de mayo. Mis amigos estadunidenses, que apoyaron a Obama en 2008, ahora prefieren ignorar los comicios del próximo 6 de noviembre. Mis amigos mexicanos optarán por ir a las urnas para anular su voto el primero de julio. Ojalá que el IFE incluya ninguno de los anteriores en la boleta.

La democracia, ciertamente, no nos conducirá al paraíso terrestre, pero el electorado tiene derecho a aspirar a que se produzcan cambios positivos en la vida de los ciudadanos. Desafortunadamente no hay mecanismos que aseguren un control de calidad de los políticos.