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Según la DEA, es una de las principales rutas de tráfico de droga y personas

Aterrados por bandas del narco, en Cadereyta sólo confían en Dios

Víctimas de secuestros, robos y extorsión, pocos hablan de los 49 ejecutados

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Protesta frente al palacio de gobierno de Cadereyta, NL, por la reciente ejecución de 49 personasFoto Sanjuana Martínez
 
Periódico La Jornada
Domingo 20 de mayo de 2012, p. 11

Cadereyta Jiménez, NL. Eran las 3:30 de la madrugada cuando Antonio Ovalle Escobedo escuchó el canto de los gallos y se levantó para ir a visitar a su hijo a Reynosa.

En pocos minutos se arregló, se preparó un café y comió una pieza de pan dulce; luego salió a la calle para abordar el autobús que va de Pueblo Nuevo al casco urbano; sólo él y una mujer –junto al chofer– ocupaban el vehículo cuando al salir a la autopista, a la altura del kilómetro 47, en el poblado de San Juan, un alboroto los obligó a detenerse de manera repentina:

Nos asustamos. Eran cuerpos humanos tirados a la orilla de la carretera; unos estaban en bolsas, eran muchos. Nos impresionamos. Luego luego los federales nos mandaron para atrás y dimos la vuelta por las brechas para entrar a Cadereyta.

Antonio tiene 75 años; usa sombrero vaquero, camisa a cuadros y cinturón piteado. Esta plácidamente sentado a la sombra de un árbol en la plaza principal de Cadereyta cuando comenta que aún no se repone del susto provocado por la imagen de los 49 dorsos y el mensaje encima de algunos cuerpos: Esto va para todos los Golfos, Chapos, Marinos, Huachos y Gobiernos, nadie nos va a poder hacer nada se la van a Pelar Atte: Loco, Z40 y Comandante Lazcano.

Feudo del cártel del Golfo

Habla bajito; voltea constantemente a los lados porque dice que los malitos andan por todas partes. Explica que este pueblo cambió desde que Felipe Calderón declaró la guerra al narco y hace cinco años el cártel del Golfo (CdeG) lo convirtió en su feudo por la riqueza ganadera y agrícola, particularmente por la prosperidad alrededor de la refinería de Pemex.

La paz del pueblo, conocido como la capital escobera de México, se fue convirtiendo poco a poco en la pax del narco. Los ranchos fueron saqueados o decomisados; el campo exterminado, los negocios asaltados, los ejidos atacados. La ola de secuestros fue afectando a cada uno de los habitantes, sus familiares o conocidos. Los policías y algunas autoridades municipales se unieron al bando criminal y la población quedó en la indefensión total.

Antonio tuvo 12 hijos, pero vive solo. Enviudó hace 30 años y la última mujer con la que vivió en amor libre –como él dice– lo largó hace una década. Desde entonces –comenta– se impuso a estar solo: “A lo que no me impongo es a esta matazón. Aquí andan los rejegos, matando y levantando gente. Se la llevan de aquí, de la plaza. ¿A dónde vamos a llegar? Echaron a perder el pueblo”.

Hace un mes, al lado de esta misma plaza apareció un hombre decapitado, el cual se sumó a los 18 ejecutados entre abril y mayo, incluidos nueve burócratas del municipio. Desde enero la cifra había alcanzado 112 muertos, sin contar los robos, secuestros y despojos de propiedades que el crimen organizando va incluyendo en su botín.

Aquí esta el nido de ellos (CdeG). ¿Por qué apenas se dan cuenta?, dice un empresario reunido con otros 200 hombres de negocios en el Club de Leones del pueblo. Las organizaciones que los agrupaban fueron desintegrándose por miedo y amenazas. Hoy están dispuestos a volver a empezar para tener una voz y denunciar los crímenes que vienen sufriendo desde hace años.

En este lugar, como en tantos otros de México, impera la ley del silencio. La gente sufre las consecuencias de la violencia bajo las reglas del narco. A la llegada del cártel del Golfo le siguió el arribo de Los Zetas. Ambos se disputan actualmente el territorio y las ganancias no sólo del narcomenudeo y el paso de droga, sino de la delincuencia común, que también tiene otros competidores.

Desde que ya no hay policías ni tránsitos, Cadereyta quedó en paz, dice Francisco Marroquín. “Bajaron las extorsiones, los robos y las amenazas. A mí me consta cómo los policías a las ocho o nueve de la noche secuestraban gente que andaba en la calle. Le quitan reloj, celular, cartera, todo lo que traiga, y luego lo tiran afuera del pueblo. ‘Y no te quejes, porque te meto al bote’”, les advertían.

Hace unos meses, autoridades federales y estatales arrestaron a Rolando Natividad Ríos Reyna, quien era director de la policía, cuatro de sus escoltas, 16 agentes, ocho efectivos de Tránsito y dos jueces calificadores de la Secretaría de Vialidad. Los que no fueron detenidos, renunciaron. El pueblo se quedó poco a poco sin autoridades de seguridad, como en una veintena más de municipios. Hace un año la presidencia municipal fue rafagueada con cuernos de chivo a las 3 de la tarde, y desde entonces el alcalde priísta, Eduardo Javier de la Garza Leal, recomendó aceptar un toque de queda a partir de las 7 de la tarde. A esa hora la plaza y las calles están vacías. Son pocos los que se atreven a salir con el sonido de fondo de las balaceras.

La última estrategia del gobernante para frenar la ingobernabilidad fue nombrar la semana pasada al ex general Ricardo César Niño Villarreal como jefe de policía: Es un militar retirado y viene a poner orden, a trabajar para el bien del municipio, dijo el alcalde en una escueta ceremonia de toma de posesión, sin personal.

La presidencia luce semidesierta. El alcalde no está y su secretario, Carlos Rafael Rodríguez Gómez, tiene dos meses en el puesto y se niega a opinar de la masacre de 49 personas. No damos declaraciones por motivos de seguridad. Preferimos no hablar, la cosa está muy fea, argumenta.

Los cárteles han incursionado en nuevos negocios, además del tráfico de drogas y de personas, con el secuestro y extorsión de migrantes. Aquí, el robo o la ordeña de combustible es un negocio redituable. Hace dos meses, la Procuraduría General de la República presentó a siete personas como responsables de haber robado a Pemex 150 mil litros de combustible entre Cadereyta y Reynosa, con un valor de un millón y medio de pesos.

Según la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés), Cadereyta es una de las principales rutas de tráfico de indocumentados y de cocaína, además de robo de combustible, y un lugar disputado por Los Zetas, los cárteles del Golfo y de Sinaloa. El municipio es un puente estratégico de droga y colinda con plazas controladas por Los Zetas, como Juárez, al oeste, pero también con territorios muy disputados al sur que en este momento son campos de batalla, como la zona cítricola de Allende, Montemorelos, Santiago y General Terán.

Estamos rodeados. La gente sabe que Dios es su única esperanza de seguridad, dice el párroco del pueblo, Gerardo Bazaldúa. La gente está muy las- timada por la situación. Son constantes los secuestros, la muerte de un familiar e incluso asaltos aquí en las esquinas de la plaza. Vienen buscando la única seguridad que tienen: Dios.

Hace unos días, las paredes de la iglesia de San Juan Bautista amanecieron con la pinta: CdeG. Los policías federales llegaron a las pocas horas a cuestionar al sacerdote. Nos preguntaron quién había pintado las paredes. Si somos las víctimas, ¿cómo saber? Rayar la casa de Dios es una falta de respeto.

El padre Gerardo es bajito, corpulento y canoso. Tiene 33 años y lo trasladaron aquí hace ocho meses desde el municipio de Guadalupe, otra zona sitiada por el crimen organizado: Tal vez porque vieron que soy bien aventado y no tengo miedo de recorrer las veredas y los ranchos.

En esta situación de crisis, recomienda ayuno y abstinencia para fortalecer la voluntad y evitar el mal. En su sermón de la misa de este día, el cura habla sobre la reciente masacre de 49 personas. Esto nos cuestiona sobre el sentido de la vida. Ver la manera tan atroz en que tratan a la persona, que aparte de matarla la destazan y descuartizan; es algo que va fuera de la mente del hombre.

De atrocidades sabe Jesús Garza. Su hijo de 52 años fue víctima de secuestro el pasado 2 de noviembre. “Les dimos el rescate y nos dijeron ‘vayan a recogerlo a la loma’. Y allí lo encontramos, descuartizado”, dice aguantando el llanto. En 1973 se trasladó de Ramones a vivir a Cadereyta con sus ocho hijos. Nos tocó la de malas. Era un pueblo muy bonito, de gente buena, trabajadora. Dormíamos con las puertas abiertas; no había quién te robara ni te molestara.

Los habitantes están asustados y encerrados. Los ranchos están abandonados. La mayoría, eran casas de fin de semana, de personas que venía de Monterrey a descansar, como Virginia Buenrostro Romero, de 53 años. El 13 de noviembre de 2010 decidió pasar un puente vacacional con su esposo, en su casa de campo del ejido La Esperanza. Al llegar –por la noche– se percató de que había luces encendidas y estaba ocupada por un grupo de 17 hombres y una mujer. A ustedes los estábamos esperando, les dijo un muchacho con metralleta.

Los tuvieron secuestrados tres días hasta que, sorpresivamente, el Ejército los liberó en una brecha donde los tenían encajuelados. Lamentablemente, su hija Jocelyn Mabel Ibarra, de 27 años, y su novio, José Ángel Mejía Martínez, de 28, ya habían ido a buscarlos a la casa, donde quedaban algunos delincuentes, y los plagiaron junto al chofer, Juan Manuel Salas Moreno.

También lo plagiaron

El encargado de la negociación fue su hijo David Joab Ibarra Buenrostro, de 28 años, quien fue a pagar el rescate, pero también lo secuestraron.

Desde entonces, los cuatro están desaparecidos. Virginia no ha dejado de investigar y ha podido comprobar cómo estaban involucrados policías federales, a quienes los plagiarios les dieron un sobre con dinero durante su cautiverio y observó cómo los soldados dejaron escapar al líder de la banda. Durante su cautiverio vio que los delincuentes repartían despensas a la gente. Somos soldados, pero sin uniforme. Somos los buenos, le dijo la mujer que la cuidaba.

Junto a un reducido grupo de mujeres, Virginia está protestando afuera del palacio de gobierno de Cadereyta por la masacre de los 49. Ya no se puede vivir así. No quiero que les pase lo mismo a otras personas, porque es un martirio. Es como si trajera un cuchillo clavado y poco a poco me voy desangrando. Voy muriendo lentamente. Nos están torturando.

La vida en la plaza principal transcurre con aparente normalidad. Los convoyes del Ejército y la Policía Federal han empezado a llegar. Francisco Marroquín Lozano, de 75 años, habla con firmeza: ¿Para qué vienen aquí los soldados? Que vayan a los ranchos, que recorran las veredas. Allí están. Lo que habían de hacer es matarlos.