Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 20 de mayo de 2012 Num: 898

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Huir del futuro
Vilma Fuentes

Palabras para recordar a Guillermo Fernández
Marco Antonio Campos

Nostalgia por el entusiasmo
José María Espinasa

Cali, la salsa y
otros placeres

Fabrizio Lorusso

John Cheever: un neoyorquino de todas partes
Leandro Arellano

Reunión
John Cheever

Carlos Fuentes en la
última batalla

Antonio Valle

Carlos Fuentes,
los libros y la fortuna

Luis Tovar

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Hot Afternoon, Cali, Colombia. Foto: Gary Cattell

Cali, la salsa y otros placeres

Fabrizio Lorusso

Juanchito nunca cierra. Este mítico suburbio de Cali, la tercera ciudad más poblada de Colombia después de la capital Bogotá y la paisa Medellín, es famoso en todo el mundo por sus noches eternas al ritmo de salsa, cumbia, merengue y reggaetón.

Oscuridades estroboscópicas que se vuelven albas en un parpadeo, o bien, en muchos casos, en el tiempo de una inhalada de polvo blanco, incesante y frenética. Red Bull con vodka, enjambres de maní con salsa de ají, aguardiente, anís, y la punta de una llave para esnifar la fina triple b, buena, bonita (?) y barata.

No todo es tan enervante o estimulante, claro, pero poco le falta. Cali es una de las grandes capitales de la salsa y de los bailes afroantillanos y Juanchito es su filial destacada, siempre viva, abierta las 24 horas.

Fue tristemente famosa durante años por ser la ciudad más violenta del mundo, rebasando los 2 mil 500 homicidios al año y por la presencia del poderoso cártel de Cali, aunque ahora, aún más tristemente, Ciudad Juárez le arrebató el primer lugar en esta dolorosa clasificación.

En el valle del Cauca, con su tierra fértil y su gente amable, neta, caliente y de índole costeña, la diversión y la rumba pueden deformar fácilmente el lábil confín entre la legalidad blanda y la ilegalidad coqueta de las noches, entre el exceso descontrolado y la razonable atracción de lo prohibido.


Vida cotidiana, barrio El Calvario, Cali, Colombia.
Foto: Jan Sochor

La farra se concentra en un kilómetro de carretera, más allá del célebre puente de las canciones del Grupo Niche y la Orquesta Guayacán, “del puente para allá, Juanchito/ del puente para allá está Cali/ y en el medio de los dos/ pasa el Cauca buscando el Magdalena”. Son los dos ríos que cruzan toda Colombia de sur a norte en su triple espina dorsal: la cordillera occidental, la central y la oriental. Asimismo, el puente es una frontera, una separación entre dos mundos.

Muchos bailamos, de México a Italia, de Lima a Nueva York, los éxitos de esta tierra salsera, las rolas de Joe Arroyo, Fruko y sus Tesos, Yuri Buenaventura y Alberto Barros, y vibramos con las pulsaciones de la cumbia.

Aquí está la verdadera, la más movida y sabrosa, la misma que reinterpretó desde Monterrey el cantor Celso Piña, un género poco compatible con la cursilería que fue adquiriendo en otras latitudes de Latinoamérica.

“Oiga, mira, vea, véngase a Cali para que vea, en Cali mirá, se sabe gozar”, se canta. Y así repiten en el Festival de la Salsa, del 25 al 31 de diciembre de cada año, una explosión tropical de salsódromos callejeros y antreros por toda la ciudad que no tienen iguales.

A las 2 de la mañana, el centro de Cali apaga las luces, las bocinas y las mezcladoras, en los antros empieza la limpieza para volver a arrancar al día siguiente. La ley es formal y severa con los locales nocturnos y los horarios, mientras que tergiversa y se hace de la vista gorda frente a la compraventa callejera y a la circulación fluida de cocaína, heroína, metanfetaminas, pastillas de éxtasis y, finalmente, frente a la mercantilización del sexo femenino dentro y fuera de los confines administrativos de la urbe.

Hacia las tres de la madrugada, después de un vasito de aguardiente, la banda-parranda acude a las discos de Juanchito, para los amantes de la música latina, y a las de Menga, para los fanáticos de todo tipo de house, techno, trance, tribal y electrónica. Son centros que florecieron uno cerca del otro, específicamente para eludir las prohibiciones vigentes en la ciudad y seguir en la fiesta hasta las 10 de la mañana sin problema.

Por una semana me confundo en la amena y controvertida fenomenología del relajo. Puedo disfrutar, ensayar y captar sus bailes y sus excesos, su farándula y falsedad, pero sin olvidar la explotación y la injusticia que solapan para complacer al turista ignaro, al viajero experto, al autóctono indiferente, al rico y al pobre y al desesperado temporalmente alegre, que entrecruzan cada noche sus miradas alcohólicas con los y las navegantes de la humanidad circunstante.


Mural del artista callejero colombiano Minga, en un barrio de Cali

Como, por ejemplo, las jóvenes sexoservidoras, o prostis, prepago, ficheras que a los dieciséis, dieciocho y hasta en todos sus veintes, a lo menos, son explotadas por padrotes y protectores que, a veces, son pocos años mayores que ellas y son parte de una pirámide de mando en cuya cumbre van juntándose los diferentes hilos del negocio: sexo, droga, armas, lavado de dinero y... salsa para amenizar.

Basta con dar una vuelta por las periferias metropolitanas, sin tener que llegar hasta Juanchito o a Menga, para toparse con miles de “clientes” en unas calles atascadas de coches y taxis, estacionados en todos los carriles, en espera o a vuelta de rueda, siempre fuera de edificios y portones anónimos, grises y escondidos. No se trata de clubes, ni de table dance abusivos, tampoco son moteles u hoteles de paso.

Los prostíbulos y las casas de citas funcionan noche y día. El negocio con las chicas lo manejan los proxenetas con sus guaruras, quienes definen con precisión los turnos y los pagos semanales, como en las fábricas.

Casi siempre hay una suerte de casa de cambio interna, o bien, estafadores encargados de cambiar dinero: si vendes dólares, pierdes un treinta por ciento; en cambio si compras, el billete verde se vuelve pesado, take it or leave it.

Clientes ebrios, jóvenes solos, cocainómanos de saco y corbata, “respetables” ancianos, enfermos de insomnio y nostálgicos de otra época de su vida, parejas apagadas, hombres casados, solteros, gringos y locales, todos se sientan en los sofás de piel y escogen la “mercancía”. Incluso pueden pagar “multas”, cuotas de 80 dólares para “liberar” a su favorita y llevarla fuera del burdel, durante una hora o más, según su bolsillo: cada hora, treinta dólares estadunidenses.

Es plata que pesa poco en la economía del cliente promedio, a veces en busca de una simple compañía para el antro, o de un consuelo por sus eróticas insuficiencias.

Estos “pocos dólares”, en cambio, sí marcan la diferencia para la caleña María Vanessa Martha Dora Paola, una joven colombiana que tiene cinco nombres para usarlos conforme cambie el contexto: uno con la familia, uno para los clientes, otro para la policía, un par con las colegas y los padrotes que ni siquiera conocen el correcto. Su identidad real ya se les olvidó a todos, quizá también a ella misma.

Desde que, a la edad de diecisiete años, fue abandonada por el novio y decidió criar sola a su hijo, consideró la idea de chambear por su cuenta, en alguna tienda, restaurante, maquiladora o como empacadora de flores. Ahora, a los veintiuno, lleva casi tres años de ser y asumirse como “bailarina” en una casa de citas.

Sus esfuerzos para laborar en empresas fueron vanos, vistos los bajísimos salarios y la precariedad del trabajo. Es el mismo ambiente de marginación que habitan muchas personas –y más por ser mujeres– en México y en Colombia, tal y como lo retrata la película María, llena eres de gracia, del director Joshua Marston, en que la protagonista se vuelve una “mula” que ingiere bolas de heroína envueltas en condones, las guarda en su estómago, y viaja a Estados Unidos para cerrar el negocio. Pero algo sale mal cuando María intenta quedarse y empezar otra vida.


Músicos en una calle de Cali. Foto: Wilber Calderón

Las familias de origen de las chicas, muchas de las cuales ya son madres, viven en apuros económicos constantes y tienden a marginarlas por la deshonra, porque son madres solteras demasiado jóvenes e “irresponsables”, y por la falta de recursos para mantener a más niños. De golpe, son obligadas a crecer, a dejar los estudios y, a veces, el hogar.

Las que pueden seguir con su familia, pues ya son consideradas adultas por su condición de mamás, no importa si son menores, y así es común que tengan que trabajar en lo que sea. Y ocurre que “lo que sea”, lo más rentable, es la prostitución.

No importa si el papá de su criatura murió acribillado o si se fue para el norte sin dejar huella. La opción realista las empuja a rentar su cuerpo, a lo mejor durante un año o dos, dicen.

Mientras tanto, de contar con suerte, pueden acabar los estudios, al menos la prepa, yendo a clase los sábados. Pero los riesgos de exponerse a la violencia, a las enfermedades y la drogadicción aumentan exponencialmente: la nieve cae a cántaros sobre ellas, hay que echarse pericazos generosos, noche tras noche, para despertar o para ser amables y complacer al cliente del momento.

Hay que tomar, tragar sorbitos breves para no emborracharse rápido, en un delicado equilibrio entre la satisfacción del cliente que “tiene que pasarla bien”, la habilidad para evitar que se llegue a la relación sexual completa, la capacidad de entretenerse con quien sea sin involucrarse realmente y la exigencia de aguantar toda la noche para ganar lo suficiente.

Así crece la dependencia de los proxenetas que están bien abastecidos de coca y la venden a los clientes y a las chicas. 2 o 3 dólares aquí, de 10 a 30 en México, más de 100 en Estados Unidos: del productor al consumidor.

“Ellas nos buscan, espontáneamente, porque no hay trabajo afuera y aquí ganan bien, las protegemos, bailan, salen con alguien, regresan, así está la cosa.” Pues así está según los dueños de esas casas, de esas vidas y destinos. En la excelente película de Gerardo Naranjo, Miss Bala, inspirada en la historia de Laura Zúñiga, la Miss Sinaloa en 2008 detenida por supuestos nexos con el narco, se vislumbran algunos elementos de este extraño juego entre el consentimiento y la falta de otras opciones para las mujeres, entre algún tipo de fascinación por el dinero y el poder, incluso el delincuencial, y el extremo de la trata de personas y la esclavitud de que muchas acaban siendo víctimas. 

A pesar de todo, o gracias a eso, en (Santiago de) Cali el turismo prolifera. La ciudad, fundada en 1536 por el conquistador español Sebastián de Belalcázar, tiene vestigios coloniales, artesanía local, lindos paisajes y atractivos culturales, aunque es más famosa por la rumba y los conjuntos musicales que llenan las calles y las discos de la Avenida 5ª y de Juanchito.

En la 5ª se te ofrece de todo; hay vagos, vendedores y “promotores” que pasean a lo largo de la noche en esta avenida que parece un malecón sin lo bonito del mar: sexo, droga, salsa, piratería de todo tipo, dólares, euros, pases para burdeles y table dance, pastillas, comida, hoteles, paquetes, chicas, más motel con jacuzzi, incluso orgías si estás con amigos.

A veces, la insistencia en ofrecerte presuntos servicios y exigirte dinero pueden transformar un encuentro ocasional en un “asalto light”, por lo que se te pide soltar una lanita para sortear alguna molestia mayor como, por ejemplo, una amenaza con alguna botella rota que se asoma del bolsillo del interlocutor.

Hasta hace pocos años, fuera del cerco militar que, en el centro de Bogotá, resguardaba un cuadrado de una decena de calles en torno al palacio presidencial, era menester pagarles cuotas “voluntarias” a bandas de vagos y “cuidadores de las esquinas” para evitar persecuciones. Finalmente, existen muchas variantes de estas “limosnas de tránsito” para transeúntes y vehículos. 

Cali es también una de las capitales de la cirugía estética, con los mejores especialistas, en donde muchas aspirantes pueden realizar su sueño de ampliar senos, labios y nalgas al gusto, como regalo para sus quince o dieciocho años.

Justamente en Colombia nació la serie Sin tetas no hay paraíso, en la que Catalina, adolescente de diecisiete años, busca recursos para una cirugía con el fin de acceder a los favores y al dinero de los narcotraficantes.

El fenómeno se ha extendido a otros países en que la narcocultura es fuerte; creo que sabemos algo de eso. En la tierra del verano eterno, se cruzan sin contradecirse los polos opuestos de la corrupción y de la diversión, de la sensualidad y la inocencia, de las adicciones y de la obsesión estética. Cali es un puerto que no tiene mar, una frontera que está en el ombligo de Colombia, y pese al gran calor, sus calles son de nieve, pura, ilusoria, deslizante aspiración para muchos.