Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 20 de mayo de 2012 Num: 898

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Huir del futuro
Vilma Fuentes

Palabras para recordar a Guillermo Fernández
Marco Antonio Campos

Nostalgia por el entusiasmo
José María Espinasa

Cali, la salsa y
otros placeres

Fabrizio Lorusso

John Cheever: un neoyorquino de todas partes
Leandro Arellano

Reunión
John Cheever

Carlos Fuentes en la
última batalla

Antonio Valle

Carlos Fuentes,
los libros y la fortuna

Luis Tovar

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Ilustración de Gabriela Podestá

Reunión

John Cheever

La última vez que vi a mi padre fue en la Gran Estación Central. Yo me dirigía de casa de mi abuela en las Adirondacks, a una cabaña en el Cabo que había rentado mi madre. Escribí a mi padre que estaría en Nueva York entre un tren y otro como hora y media, y le preguntaba si podíamos almorzar. Su secretaria escribió para decir que mi padre me hallaría junto a la caseta de información al mediodía, y a las doce en punto lo vi acercarse entre la muchedumbre. Era un extraño para mí –mi madre se había divorciado de él tres años atrás y desde entonces yo no lo veía–, mas apenas apareció sentí que era mi padre, mi carne y mi sangre, mi futuro y mi sino. Supe que al crecer sería algo como él. Debía planear mis acciones conforme a sus limitaciones. Era un hombre grande y hermoso y yo estaba contentísimo por verlo de nuevo. Me dio una palmada en la espalda y estrechó mi mano. “Hola, Charly –dijo–. Me encantaría llevarte a mi club, pero se halla por la Sesenta y si tú debes abordar pronto el tren, creo que mejor comemos algo por aquí.” Puso su brazo en mis hombros y olí a mi padre del modo en que mi madre olfatea una rosa. Era una rica combinación de whisky, loción de afeitar, betún, lana y la exhalación de un varón maduro. Deseé que alguien nos viera juntos, que alguien nos tomara una fotografía, quería algún testimonio de que estuvimos juntos.

Salimos de la estación y subimos por una calle lateral hacia un restaurante. Todavía era temprano y el lugar se hallaba vacío. El cantinero discutía con uno de los jóvenes repartidores y había un camarero muy viejo de chaleco rojo por la puerta de la cocina. Nos sentamos y mi padre lo llamó en voz alta. “¡Kellner!”, gritó. “¡Garçon! ¡Cameriere! ¡Tú!” Su alboroto en aquel restaurante vacío parecía fuera de lugar. “¡Puede atendernos alguien...! –gritaba–. Rápido, rápido.” Luego batió las palmas de sus manos, lo cual atrajo la atención del camarero, quien se arrastró hasta nuestra mesa.      

–¿Era a mí a quien tronaba las palmas?, preguntó.

–Tranquilo, tranquilo, sommelier, –dijo mi padre–. Si no es demasiado pedirte, si no fuese demasiado y estuviese más allá de tu deber, nos gustaría un par de Beefeater Gibsons.

–No me gusta que me truenen las palmas –dijo el mesero.

–Debí traer mi silbato –dijo mi padre–. Tengo un silbato que es audible sólo para los oídos de los viejos meseros. Ahora, extrae tu bloc y tu lapicito y ve que anotas correctamente: dos Beefeater Gibsons. Repítelo tú: dos Beefeater Gibsons.

–Creo que mejor se deben ir a otro lugar –dijo el camarero reposadamente.

–Esa es –dijo mi padre–, una de las más brillantes sugerencias que he escuchado en mi vida. Vamos, Charly, larguémonos de aquí.

Fui detrás de mi padre, de ese restaurante a otro. Esta vez estuvo menos bullicioso. Arribaron nuestros tragos y me interrogó una y otra vez sobre la temporada de beisbol. Luego golpeó el borde de su copa vacía con el cuchillo y empezó a gritar de nuevo. “¡Garçon! ¡Kellner! ¡Cameriere! ¡Tú!” ¡Podemos molestarte con dos más, de lo mismo!

–¿Qué edad tiene el muchacho? –preguntó el mesero.

–Eso es –dijo mi padre– algo que a ti no te importa.

–Lo siento señor –replicó el mesero–, pero no serviré más al muchacho.

–Bien, pero te tengo una noticia –dijo mi padre–. Tengo una noticia muy interesante para ti. Ocurre que no es éste el único restaurante en Nueva York. Han abierto uno en la esquina. Vamos, Charly.

Pagó la nota y lo seguí hacia otro restaurante. Allí los meseros vestían chaquetas rosadas, como los chalecos de caza, y había muchas sillas de montar en las paredes. Nos sentamos y mi padre empezó a gritar de nuevo. “Señor de los lebreles... ¡Hurra! ¡Zorro a la vista! y todo eso... Nos gustaría algo así como la del estribo, o sea dos Bibson Geefeaters.”

–¿Dos Bibson Geefeaters? –preguntó sonriendo el mesero.

–Tú sabes bien lo que quiero –dijo mi padre molesto.

–Quiero dos Beefeater Gibsons, y que sea rápido. Las cosas han cambiado en la alegre y vieja Inglaterra. Eso me dice mi amigo el duque. Veamos qué puede aportar Inglaterra en materia de cocteles.

–Esto no es Inglaterra –replicó el mesero.

–No me contradigas –dijo mi padre–. Sólo haz lo que se te dice.

–Es que pensé que le gustaría saber dónde se halla –dijo el mesero.

–Si hay una cosa que no puedo tolerar –dijo mi padre–, es un sirviente atrevido. Vamos, Charly.

El cuarto sitio al que fuimos era italiano. “Buon giorno –dijo mi padre–. Per favore, possiamo avere due cocktail americani, forti, forti. Molto gin, poco vermut

–No entiendo italiano –dijo el mesero.

–Ah, no me vengas con eso –dijo mi padre–. Claro que entiendes italiano y lo sabes bien. Vogliamo due cocktail. Subito.

El mesero se retiró y habló con el capitán, quien se dirigió a nuestra mesa y dijo:

–Lo siento señor, pero esta mesa está reservada.

–Está bien –dijo mi padre–. Danos otra mesa.

–Todas las mesas están reservadas –dijo el capitán.

–Ya entiendo –dijo mi padre–. A ti no te interesa nuestro patrocinio, ¿es así? De acuerdo, al carajo con ustedes. Vada all´ inferno. Vámonos, Charly.

–Debo tomar mi tren –le dije.

–Lo siento, hijo –dijo mi padre–, lo siento mucho, y me abrazó estrechándome. Te acompañaré de vuelta a la estación. Si hubiese habido tiempo de ir a mi club...

–Está bien así, papá.

–Te compraré un periódico –dijo–, te compraré un periódico para que leas en el tren.

Enseguida se acercó a un puesto y dijo:

–Disculpa, ¿serías tan amable de darme una de tus malditas porquerías, uno de esos vespertinos de diez centavos?

El voceador se alejó de mi padre y miró la portada de una revista.

–Disculpa –dijo mi padre–, ¿no es mucho pedirte que me vendas uno de esos abominables especímenes de periodismo amarillista?

–Me debo marchar papá –dije–. Se está haciendo tarde.

–Aguarda un segundo nomás hijo –dijo él–. Sólo un segundo, quiero dar una calentada a este tipo.

–Adiós, papá –le dije, y bajé las estrellas para abordar mi tren. Fue la última vez que lo vi.