Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 27 de mayo de 2012 Num: 899

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Tres poemas
Olga Votsi

McQueen y Farhadi,
dos rarae aves

Carlos Pascual

Veneno de araña
Carlos Martín Briceño

Cazador de sombras
con espejos

Ernesto Gómez-Mendoza entrevista con Juan Manuel Roca

Los infinitos rostros del arte
Gabriel Gómez López

Bernal y Capek: entre mosquitos y salamandras
Ricardo Guzmán Wolffer

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Ricardo Sevilla

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Alonso Arreola
[email protected]

De cómo nos alcanzó el futuro

Se dice que Hatsune Miku tiene dieciséis años, mide 158 centímetros y pesa 42 kilos. ¿Que quién es? Una cantante japonesa de pop-dance cuyas canciones varían entre los 70 y 150 beats por minuto (velocidad). Su rango vocal (esto es qué tan grave o agudo puede llegar su voz) se extiende desde un La 3 del piano hasta un Mi 5. Lo interesante de los datos y de que se haya convertido en la entertainer más exitosa del archipiélago asiático es que, créalo o no el lector, ni siquiera existe. Vende discos, boletos de conciertos y aparece en la televisión, pero no existe. Es una especie de holograma hiperreal que conjunta diversos programas computarizados.

Pensemos a bote pronto en textos literarios como la Eva futura, de Auguste Villiers de l’Isle-Adam, o “Plastisex”, de Juan José Arreola; en películas como Blade Runner o Simone; en series de animé como Evangelion o Astroboy; es decir, pensemos una vez más en esa idea arquetípica, propia de dioses, de crear un ser perfecto. Antigua meta que se manifiesta a lo largo de la historia en estatuas y autómatas, en marionetas y maniquíes, hoy ha superado la meta de los pesados robots llegando a la sutileza del engaño, a la ligereza de lo que flota en el aire.

Principio que hoy nos tiene en vilo, es viejo y se ha usado cada vez más desde los años ochenta (alcanzó notoriedad en los noventa con la película El cuervo, cuando, tras la muerte de Brandon Lee, terminaron sus escenas con una cabeza virtual). Sin embargo, se ha refinado y varias compañías alrededor del mundo pondrán pronto a prueba la imaginación y moral de sus contratantes. He allí el espinoso punto. En el caso de Hatsune Miku, su fama resulta inevitable y hasta graciosa, con todo y las implicaciones culturales que tiene. Claro, no es la primera, pues el paso más importante hacia la animación lo había dado la banda Gorillaz; empero, se trata de un brinco mucho más adelantado que pone la piel de gallina. En el caso de Tupac Shakur, rapero fallecido hace tres lustros y resucitado virtualmente en el último festival Coachella de California, hay precisamente un ingrediente moral que, de no plantearse y discutirse a tiempo, puede causar enormes malestares y consecuencias futuras. ¿Por qué?

No se trata de ver pietaje antiguo de un hombre (muerto) con el robustecimiento de una proyección tridimensional. Se trata de la manipulación completa y nueva de su persona, basando la programación de movimientos y voz en los registros previos de su vida. Eso es lo grave. Como se vio en la aparición de Tupac, quienes manejan a estos “avatar” son los nuevos titiriteros de nuestro tiempo y pueden hacer andar a Lázaro, pero también lo pueden poner a bailar y cantar contra lo que hubiera sido su voluntad.

En el caso de Tupac la tenían fácil, pues usaron uno de sus discos. Pero en el de Miku fue justo al revés: primero surgió la voz y luego la imagen. El programa que produce su canto se llama Vocaloid. Fue creado en 2007 para que músicos y gente común pudiera introducir letras y melodías a una computadora recibiendo a cambio un canto prácticamente humano (la voz proviene de una persona real) con gran cantidad de ajustes (rango, tono, timbre, vibratos, glissandos, duración, ataque, etcétera). Al comprobar su éxito vino la idea de llevarla al escenario.

Claro, herederos como los hermanos Jackson ya están sopesando la idea de incluir a su desaparecido benjamín, Michael, en una nueva gira; mientras, mercachifles y científicos de alto calibre, como la compañía Virtual Celebrity Productions o el Center for Future Storytelling, se plantean la posibilidad de resucitar a Elvis, Marilyn, James Dean y demás figuras muertas antes de tiempo (un condimento fundamental para que el morbo pague boletos). Pero lo cierto es que, por más que avance la tecnología, será imposible que un holograma reaccione espontáneamente a su entorno, celebrando entre piel y neuronas la asociación de una vida única, la síntesis de ese trayecto individual que lleva a la suprema originalidad de la interpretación (por buena o mala que sea). Además, hay que decirlo, lo que hacen estos hologramas es bastante frío, pues la verdadera perfección se halla en los mínimos e incalculables defectos, no en la imitación obsesiva y detallada.

¿No se supone que el acto en vivo de un músico debe ser la síntesis de su preparación entera, errores incluidos; la suma de esa preparación y nuestra disposición crítica? ¿Cómo juzgar entonces, cómo disfrutar algo que viene enteramente programado desde una máquina? ¿Cómo regalarle a ese producto un aplauso, un grito de respuesta? En fin. Así son nuestros días. Todo cuestionamiento a la tecnología parece un atentado al avance humano. Todo regreso al fuego parece inútil. Observemos. Escuchemos. Pero no olvidemos.