Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 27 de mayo de 2012 Num: 899

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Tres poemas
Olga Votsi

McQueen y Farhadi,
dos rarae aves

Carlos Pascual

Veneno de araña
Carlos Martín Briceño

Cazador de sombras
con espejos

Ernesto Gómez-Mendoza entrevista con Juan Manuel Roca

Los infinitos rostros del arte
Gabriel Gómez López

Bernal y Capek: entre mosquitos y salamandras
Ricardo Guzmán Wolffer

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Ricardo Sevilla

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Ricardo Sevilla

Philip Roth, el joven retraído

Antes de saltar a la fama, Philip Roth es un joven tímido, casi depresivo. Aislado y taciturno, posee cierto aire sombrío: es un muchacho de flacura y arrugas alarmantes. A pesar de tener un cuerpo bronceado y macizo, es un arisco empecinado. No consigue hablar con fluidez, y cada uno de sus ademanes le confiere un aspecto de aldeano retraído. 

En el colegio, sus mentores lo delatan: el estudiante Roth, aunque obtiene buenas notas y resulta, incluso, un alumno sobresaliente, padece severas crisis emocionales. Es difícil lidiar con este chico de nariz roma y mandíbula prominente que, además de consagrar dos horas diarias a la natación, se niega a participar en cualquier actividad grupal. Los párpados fatigados –a los que se agregan unos tétricos hombros anchos y desmayados– hacen pensar en un ser vencido por la melancolía. Demostrando que la mocedad no es equivalente a esplendor, Philip resulta, en efecto, un adolescente particularmente anómalo: la cabeza pequeña, el cabello enmarañado y un par de cejas negras e hirsutas lo hacen reconocible a varios metros de distancia. No sorprende que, en la escuela y en el sector donde vive, sus amigos sean escasos.

Philip Milton Roth nace en 1933, en Newark, Nueva Jersey. Su familia –adherida testarudamente a los anticuados preceptos del buen samaritano– es solícita y hospitalaria. Los amigos de la familia, de hecho, han sido celosamente elegidos entre los colegas de su padre: Herman Roth, un perseverante vendedor de fianzas. Aunque no es precisamente musculoso, este corredor de seguros transmite una sensación de vitalidad y fortaleza. La madre –Beth Roth, que años más tarde cobrará niveles míticos en las novelas de Philip– es una mujer alta y enjuta como un tallo seco. Tiene los rasgos angulosos y severos que son habituales en las rígidas e inocuas amas de casa.

La casa paterna está ubicada, a ocho kilómetros al oeste de Manhattan, en un suburbio apacible y con arbustos en las aceras. En las paredes de todas las habitaciones penden retratos familiares: abuelos, hijos, tíos, primos, sobrinos, y hasta fotos de algunos amigos cercanos. En general, se trata de un hogar cómodo y acogedor cuya estética, supervisada y mantenida tozudamente por Beth, defiende una norma elemental: conservarlo todo en su lugar. Cincuenta años más tarde, Philip le confesará a un periodista del Washington Post: “Creo que nunca le ofrecí demasiados problemas a mis padres. Yo era un jovencito amable, a quien le gustaba su casa, su cocina, su madre y su cama. Aún me gustaría tener todo aquello.”

Hijo de inmigrantes judíos, este afectuoso e indulgente jovenzuelo –que ya comienza a fatigarse de tanta bondad y desea elevar la voz ásperamente pero sin incordiar a su piadosa familia– trata de cumplir con su cuota de hebraísmo. Acude a la sinagoga y está presente en casi todas las celebraciones: Rosh Hashaná, Yom Kipur, Sucot, Pésaj, etcétera. No obstante, la ortodoxia no encuentra cabida en la excitable conciencia del futuro escritor. Si bien admira y lee a un puñado de novelistas judíos –Bruno Schulz, Saúl Below, Primo Levi y Bernard Malmud– son más los autores que execra y satiriza:  “hay escritores plañideros o deleznables, cuyas obras merecen mi completa antipatía: Iliá Erenburg, Gertrude Stein o ese bufón obsceno llamado Allen Ginsberg”.

Curiosamente, las primeras obras de Roth son tan frívolas y anodinas como aquellas que amonesta. Los textos de su juventud son todos sainetes y melodramas que no logran trascender la puerilidad: Goodbye, Columbus, un insulso libro de narraciones cortas e insípidas; Deudas y dolores, un mamotreto cuyo barroquismo e intriga es tan enredada como soporífera; El mal de Portnoy, una infortunada fábula sicalíptica, cuyo desolado mérito consiste en resistir impávidamente los vituperios de la ortodoxia judía.

Cuando Harold Bloom –encumbrado en su arrogancia monacal– proclame a Roth como “el artista más fino entre los escritores estadunidenses desde William Faulkner y Henry James”, es posible que ignore  diez de los treinta libros firmados por el flamante ganador del Pulitzer. Lo cierto es que el celebérrimo Philip Roth –que lleva a cuestas una veintena de galardones, premios y una persistente candidatura al Premio Nobel– tiene apenas un manojo de obras memorables: La conjura contra América, un portentoso ejercicio imaginativo, en donde  el héroe de aeronáutica Charles Lindbergh conquista la Presidencia, vence a Franklin d. Roosevelt y consuma una pasmosa e inconcebible alianza con Hitler; El teatro de Sabbath, la perturbadora historia de Mickey Sabbath, un rancio y licencioso titiritero cuyas semejanzas con los personajes del marqués de Sade son inquietantes.