Foto: Agustín Jimémez. Sin título, 1932

Milagros

Lamberto Roque Hernández

El cuarto estaba fresco. Entró con cuidado, casi arrastrando los pies. No quería hacer ruido para no distraer el letargo de esos cuerpos arrinconados en ese aposento viejo. Lugar lleno de siluetas que pagaban penitencias,  con ojos inmóviles, tristes, avejentados y picados por las polillas que nada perdonan.  Estatuas con vestimentas que alguna vez fueron elegantes. Empolvadas, viejas, modelos de otros tiempos. Túnicas de colores pálidos, morados y negros, mantos fúnebres. Juana sintió temor. Aunque después pensó que cómo iba a ser posible tener miedo en un lugar supuestamente sagrado. “Quiero que vayas y que dejes bien limpio el cuarto que está atrás del gallinero. Hace ya tiempo que no se les friega su rincón a esos santos viejos. Saca esas flores secas que ya han de oler a podrido. Ventila el cuarto. Desempólvalos con cuidado no se te vayan a deshacer en las manos. Ya están muy cansados. No les vayas a sacar los ojos como lo hacía la difunta Altagracia. Se los robaba para que sus nietos jugaran con ellos. Bueno,  tú sabes lo que tienes que hacer. Sólo hazlo bien”, le había dicho el padre Crecencio por la mañana antes de dar inicio a la homilía de ese domingo de principios de cuaresma.

El  cuarto era grande, de paredes de adobe grueso cubiertas con revoltura de cal y arena. Era lo suficientemente fresco para esos días ardientes. El techo de carrizo tejido estaba sostenido por gruesas vigas que habían sido bajadas del cerro cercano a espalda de indio. Encima del tejido descansaban las tejas viejas, las que servían de refugio a las ratas sobrevivientes al veneno que les colocaba el sacristán de la iglesia. Éstas, como si tomaran venganza, roían todo lo que hallaban a su alrededor, incluyendo a los santos almacenados en esa habitación fantasmal. “Éstos ya se cansaron de hacer milagros. Ya no son los preferidos de los feligreses y estorbaban en el templo, por eso los encerré aquí,” le había dicho el padre un día al presidente municipal cuando había llegado a preguntarle porque los santos en el templo estaban disminuyendo. “Pensé que se habían ido al cielo, padre, o que a lo mejor usted estaba planeando una aparición de ellos allá en el cerrito de la Santa Cruz, para sacarle más limosnas a la gente”, le dijo el presidente que para nada simpatizaba con los hombres de sotanas.  “La gente ya no es tan pendeja, presidente, desde que empezaron con su alboroto allá en Morelos, ustedes, los indios ya no se engañan tan fácil. Ya ve, usted, ni siquiera se para por la iglesia. Solamente llega cuando viene a reclamarme algo. Como hoy”, remató el sacerdote.

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Había solamente una ventana en el cuarto, estaba cubierta por una gran cortina morada que era ocupada en los días de la semana santa para decorar la nave principal del templo. La luz casi no entraba. Desde que empezó a trabajar en la iglesia, a Juana siempre le había dado temor asomarse a ese cuarto abandonado. De eso hacía más o menos tres meses. 

Carmen sintió que los murmullos le entraban muy adentro de los oídos. Retumbaban. Sintió un escalofrió recorrerle el cuerpo y no pensaba claro acerca de las intenciones del cura. El continuó recorriéndola con sus manos hasta llegar a los senos. Rezaba.

Había llegado de un pobladito perteneciente al distrito de Miahuatlán, metido allá arriba, en el corazón de la Sierra Madre del Sur. Había dejado su lugar de origen con su madre debido a los alborotos de la Revolución. Eran días de violencia y abusos cometidos sin razón la mayoría de veces. Eran tiempos turbulentos en la mayor parte del país.

Para mujeres jóvenes como ella, la vida era aun más riesgosa. Los federales habían tomado los alrededores y entraban a los pueblitos buscando a los serranos, grupos armados que apoyaban al general Zapata. Su padre se había marchado con uno de esos grupos, y hacía tiempo que no se sabía de sus haberes. Una mañana, su madre Francisca le dijo que se irían, porque en el pueblo no había futuro para ellas. Porque la mamá Clara ya estaba muy de edad, y porque a sus diecisiete ella era un bocado que se le antojaba a los pelones, o cualquier hombre en brama que se aparecía por esos lugares.  Juana  no sabía qué decir, haría lo que esas dos mujeres le dijeran que era bueno para todos. Ya mamá Clara había predicho porque lo había visto en una de sus tantas visiones, que les iría bien, que ya la bola casi estaba por parar y que en el valle se establecerían para siempre. Tendrían de qué vivir, echarían raíces y que ella, quien se jactaba de haber vivido otras vidas, ahí si encontraría un lugar para descansar en paz por los siglos de los siglos. Juana pensaba que por la edad su abuela se estaba poniendo chiflada.

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Juana empezó a limpiar. Roció el piso de ladrillos antes de empezar a barrer.  Sentía sobre sus hombros la mirada perdida de las imágenes. De reojo ella los miraba y se dio cuenta que algunas de las estatuas no tenían algún miembro, otras estaban tuertas y con los pelos chamuscados o cayéndose a gajos de sus cabezas descalabradas. Se sonrió y pensó que no debería tener miedo. A pesar de todo, esos bultos que tenían cara de sufrimiento, dolor y misericordia algunos eran o habían sido buenos en algún tiempo. Respiró y se tranquilizó, pues nada podía pasarle en un lugar tan sagrado. Había empezado a trabajar en la parroquia de Esquipulas como al mes de que habían decidido bajarse de la sierra. El padre Crecencio la escogió de entre tres que querían el trabajo después de la muerte de la última criada.

El pueblo al que habían llegado Juana, su madre y la vieja Clara tenía dos nombres. Uno dado por los frailes que llegaron escapándose de la quema de su parroquia en alguna parte del país hacia ya más de cien años. Habían  traído con ellos a un Cristo negro. Se plantaron ahí en el caserío al que más tarde le dieron el nombre de Esquipulas, porque así se llamaba el santo crucificado que les había hecho el milagro de llevarlos hasta un lugar seguro. El otro nombre del pueblo, era el que los zapotecos le habían dado desde siglos antes de la llegada de los conquistadores. Tiltutlelitl, lugar por el que corre la sangre se llamaba en esa rica lengua. Y así se le conocía entre los indígenas.

Sin embargo, se desconocía ya a estas fechas el origen del nombre. La colonización había borrado casi todos los vestigios de una civilización que en sus tiempos de apogeos había sido dominante de sus entornos. Rica en lenguaje, en arte, en arquitectura y dueña de una religión politeísta. Tal vez se llamaba así debido a los cientos de sacrificios humanos que los antiguos pobladores llevaron a cabo en el despeñadero del cerro de la Xeguapitla que vigila a los lugareños con ese ojo de bestia soñolienta que parece formar la barranca de roca roja en uno de sus costados. Desde ahí corrió tanta sangre hacia el valle, de acuerdo a los retazos de historia tomados de las pláticas de los viejos que se las heredaron de una generación a otra. Y de ahí pueda que venga ese nombre. 

En esos tiempos cuando Juana llego con su mamá y su abuela, el pueblo tenía sólo una calle principal. Había alrededor de quinientos habitantes desperdigados en casas de carrizos, techados con zacate de caña. Los más pudientes, descendientes de los españoles que se habían quedado en el área, vivían en casas de adobes con corredores amplios, patios enormes y portones altos de madera que se mantenían cerrados casi siempre. Los ricos, se autonombraban. Cuatro familias que eran dueñas de casi todas las tierras fértiles, de los palenques de mezcal, de los magueyales para pulque, de los peones, de la iglesia y hasta de la voluntad del sacerdote en turno. Ellos decidían el destino de los que ahí vivían. A la buena, o a la mala cuando era necesario.

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Foto: Agustín Jimémez. Sin título, 1932

Juana escucho el silbar de esa tonadilla que conocía de memoria. Era la misma cancioncita de siempre. “Es de una cantante de allá de mi tierra, Galicia”, le había dicho a Juana la primera vez que la silbó enfrente de ella. “Me hace recordar mi patria, mi lugar de donde vine hasta aquí, este infiernillo lleno de ustedes. Me mandaron a salvar vuestras almas, indios, hijos de la virgen morena”.

La puerta rechinó. Juana volvió la cabeza y miro cómo el sacerdote entraba en el cuarto, y detrás de él entrecerraba una de las hojas de madera.  El padre miró a su alrededor. Se detuvo por un momento y tomó con suavidad la mano vieja de uno de los santos prisioneros. Después se santiguó enfrente del más estropeado, parecía el de más jerarquía en ese panteón de altísimos caídos en desgracia. Avanzó lentamente hacia ella y en vez de seguir silbando, empezó a tararear la melodía. Se aproximó a Juana. Más cerca y más cerca. De repente, dejó de cantar. Miró a la muchacha de pies a cabeza. “No tengáis miedo, aquí no pasa nada, lo que sucede en este mundo lleno de mortales, es solamente voluntad de Nuestro Señor que está ahí en el cielo”, murmuró, señalando con los ojos hacia el infinito que terminaba al topar con ese techo viejo sostenido por vigas apolilladas y refugio de ratas desesperadas. Fue en ese instante cuando  empezó a orar en la misma lengua que lo hacía en las misas.

Pater Noster, qui es in caelis,
sanctificétur nomen Tuum,
adveniat Regnum Tuum,
fiat volúntas tua, sicut in caelo et in terra.

Al escucharlo, Juana se santiguó. Lo hacía porque así se hacía cuando desde su púlpito él empezaba ese rezo en esa lengua ajena. Mientras recitaba sus palabras, el ciervo del único dios le pegó su cuerpo por atrás y posó sus manos sobre los hombros de ella. Carmen sintió que los murmullos le entraban muy adentro de los oídos. Retumbaban. Sintió un escalofrió recorrerle el cuerpo y no pensaba claro acerca de las intenciones del cura. El continúo recorriéndola con sus manos hasta llegar a los senos. Rezaba.

Panem nostrum cotidiánum da nobis hódie,
et dimitte nobis débita nostra,
sicut et nos dimittímus debitóribus nostris

Le desabotonó la blusa y dejó los pechos al aire. Los atrapó entre sus manos pálidas y peludas. Los sintió firmes, tibios, pequeños. Los acarició hasta lograr que los jóvenes pezones color de tierra se erizaran. La empezó a besar por el cuello. Inmóvil, Juana sentía un ardor inexplicable y un miedo combinado con asco que le recorría el cuerpo. El padre sintió como el miembro viejo debajo de la sotana se despertaba poco a poco mientras le quitaba la blusa a su inocente presa. Ella no ponía resistencia, no sabía qué hacer, si salir corriendo o sólo esperar. Se quedó ahí, paralizada. Sintió cómo las manos del viejo de mirada color de cielo la tocaban debajo de la falda, le bajaban el calzón, y le separaban las piernas. Él, balbuceando y jadeando la recorría torpemente. Se detuvo al sentir el vello púbico concibiendo una emoción que le hizo tambalearse.  Entonces, sin poner resistencia, Juana, se dejó recostar en una poltrona empolvada. El sacerdote le quitó la falda de un tirón.

Ahí estaba, a su merced como la habrían estado quien sabe cuántas más almas ingenuas en el pasado.  Semidesnuda. Muda. Con temor a lo desconocido o a dios encarnado en ese hombre que olía a flores podridas por tantos días de no asearse. Ahí estaba, postrada, con los ojos puestos en los ojos de la estatua de esa virgen vieja que le había quedado en frente. La miró. Tenía un crío en los brazos. La percibió triste y con la mirada perpleja, como temiendo que de pronto alguien vendría a arrebatarle su tesoro, lo que más quería en su vida de santa, su hijo. Juana sudaba mientras el padre le tocaba todos los rincones de su cuerpo joven.

Estaba completamente abierta de piernas a merced de lo que viniera. Escuchó como el hombre, animal viejo, en celo, terminaba su plegaria.

et ne nos indúcas in tentationem,
sed libera nos a malo.
Amén.

Se levantó la sotana y se desabrochó el pantalón con manos temblorosas. Sacó su miembro. Ella cerró los ojos esperando a que él la penetrara. Porque a esas alturas ya bien sabía que en eso terminaría todo ese ritual embarrado de plegarias que le habían taladrado los oídos y aturdido la memoria. Juana sólo esperaba. Nada pasaba. Había un silencio de tumba.

De pronto, el viejo  cayó en la cuenta que su miembro se había caído. Con dificultad se inclinó a mirarlo, triste, flácido, marchito como una flor de muerto abandonada a su suerte en una sepultura. Se sintió inútil. Viejo. Avergonzado. Se lo agarró queriendo reanimarlo. Imposible, el tiempo no perdona y llega el día en que el mismo cuerpo empieza a cobrar deudas antiguas. Se le había caído ahí mismo enfrente de todos esos santos que él mismo había mandado al purgatorio por viejos e inservibles. 

Aun así, se metió en medio de las piernas de la virgen esperando a que ocurriera un milagro. Lo colocó listo para que de un momento a otro y por obra del espíritu santo se alzara victorioso. Le pidió en su lengua de santo un último milagro a esa corte de benditos y vírgenes abandonados. Se quedo ahí inmóvil, sudando, jadeando. Balbuceando frases incoherentes. Empezó a sudar y fue ahí cuando Juana le acarició la cabeza blanca con lástima y lentamente lo apartó de su cuerpo. Lo sacó de entre sus piernas como si ahí mismo lo hubiera parido, con la verga muerta, viejo y derrotado.

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Afuera hacía calor. Adentro el fresco hizo que Juana lentamente se fuera quedando dormida. Parecía que la virgen que desde lo alto la miraba le velaría así, semidesnuda, pura, para que no le pasara nada mientras ahí estuviera. 

Afuera, lentamente se fue perdiendo en el sopor de la tarde esa cancioncita triste que el viejo sacerdote silbaba por costumbre.

Lamberto Roque Hernández. Profesor y escritor zapoteco, radicado en Oakland, California. Es autor de Cartas a Crispina y Here I am. Originario de San Martín Tilcajete, Ocotlán, Oaxaca. Ha publicado anteriormente en Ojarasca 176, diciembre de 2011, “Espérame hasta que vuelva”, un retrato plástico basado en el trabajo del maestro Alejandro Santiago.