Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 10 de junio de 2012 Num: 901

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

10 de junio: Exilio
en la calle principal

Antonio Valle

Crónica de una restauración enmascarada
Gustavo Ogarrio

Los persas y su lengua
de aves y de rosas

Alejandra Gómez Colorado

El lugar más pequeño: exterminio y reconstrucción en
El Salvador

Paula Mónaco Felipe

Columnas:
Perfiles
Marcos Winocur

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Rodolfo Alonso

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Jorge Moch
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Twitter: @JorgeMoch

Crónica absurda con viborita de por medio

Me levanto tarde, a las siete y media. Chancleo de mala gana hacia la computadora; todavía ando modorro, encandilado con los dragoncitos de Daenerys Targaryen, cómo hicieron charamusca al brujo marrullero. Me gustan esos cachorros infernales a los que ella ordena letal e ignífuga:  “Drakary…”; me da coraje que los gringos de Game of Thrones apenas nos dieron una probadita como de diez capítulos, me quedé picado y tengo que velar otro año a que vuelva. Qué cabrones. Pura fantasía. Puro entretenimiento, pura evasión, pero de buena factura y con producción y reparto irreprochables. Así es la tele, como toda droga que se respete cuando primero te engancha y deja un huequito en la panza, incómodo para nosotros los neuróticos porque irrumpe con su cotidiana majadería el mundo: calor de mil diablos, deudas, pagos que se encaprichan en no llegar, la espada de Damocles del desempleo y tan caras que están las refacciones y ahí vienen las colegiaturas y cuando abrí el ojo, las campañas seguían allí.

A trabajar, que todo cuesta. Miro desde mi ventana buscando el azul menta de las nubes allá donde me gustaría estar, o sea lejos, porque allá no hay cuentachiles que le expriman a uno el sueldo ni piquetes de mosco ni los cilindros del motor se tuercen. Antes de volver al oficio recuerdo la frase de Pérez Reverte ante el perfil citadino todavía lejano pero peligrosamente venidero cuando mira desde la silenciosa cubierta de su velero la costa andaluza:  “el putiferio ladrillero”. El putiferio tabiquero, cretinismo urbano, estupidez de cemento avaricioso y la claudicación de los bosques por los que tanto hay que llorar. Y una cosa lleva a otra, y la ciudad con sus humores y rumores me retrotrae al trabajo, a la necesidad de opinar, de contar cosas, de hablar de lo del día y lo del día son las campañas, la idiotez de chachalaca de Vicente Fox, de quien en su incoherencia bipolar –ya no sé si habla por la boca o por el culo– no puedo creer que se haya sentado en la misma silla que Juárez y Cárdenas, y que su verborragia obsequia, decía, materia de cuartillas y cuadritos de historieta con su absurdo llamado a votar por el sátrapa Peña Nieto. Y cuando voy empezando el primer renglón algo me golpea hombro y brazo izquierdos, cae en la papelera aquí junto a mí, la vuelca. Y yo miro entre el estupor y el misterio, veo los cables de las bocinas, los de la computadora, arrinconados allí, y un cable grueso. Verde olivo, que dicho sea de paso, no es mi color favorito. ¿Y ese cable?, acerco la zurda, pero no lo toco. Un atavismo milenario se activa y me retuerce la médula. El cable tiene escamas, palpita, respira, míralo, se desplaza por sí mismo, da vuelta sobre sí, escapa. No es cable, es una pinche víbora en mi estudio, en un segundo piso de más de cuatro metros de altura. Y de la modorra estúpida a la alerta atávica con su muy sano condimento de miedo, pego un brinco digno de olímpicos londinenses. El animalito recula, busca la cómoda oscuridad del rincón que hacen las pilas de libros, y yo me enfrasco en una batalla conmigo mismo y con el reino animal que dura como tres horas. Al final logro capturarlo. Me armo de arrestos y logro atrapar la cabeza, tomarla con la mano, con güevos, cabrón, y aquélla convertida en latiguillo, haciendo por morder, y yo bajo las escaleras en piyama, diciendo “nomames, nomames, nomames”, que es una forma atea de rezar, y salgo al jardín y la suelto y la sierpe desaparece y me deja exhausto, tembloroso y feliz. Y precisamente cuando voy a cantar victoria un estruendo, los perros ladrando como locos, ora qué, carajo, y miro hacia arriba y un helicóptero artillado de la Armada, con fieros francotiradores colgados de los estribos pasa en vuelo rasante, y yo digo: que no vengan por mí, pero no, siguen peinando los pocos árboles que hemos dejado en pie en esta ciudad, buscando a alguien más peligroso que un gordo neurótico aporreateclas; chancleo raudo de vuelta a mi estudio, esperando que víbora, como madre, solo haya una, y precisamente cuando voy a retomar el asunto de las infamias se me atraviesa una nota periodística sobre una instalación en el Louvre de una máquina que literalmente hace caca, se llama Cloaca el esperpento y Wim Delvoye su atormentado inventor, y me pregunto si la culebra dejó alguna deposición de recuerdo, y después de remover libros polvosos encuentro que felizmente no hay caca de reptil a mis pies. Que la esfera sigue su curso. Que la vida sigue igual y que mi seriedad en el trabajo se fue al diablo.