Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 17 de junio de 2012 Num: 902

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Manual para hablar chichimeca-jonaz
Agustín Escobar Ledesma

Monsiváis o la cornucopia de un cronista
Abelardo Gómez Sánchez entrevista con Carlos Monsiváis

“Cariño que dios
me ha dado...”

Carlos Bonfil

La Iglesia, el Estado
y el laicismo

Bernardo Bátiz

Mozart y Salieri
Marco Antonio Campos

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

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La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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La Iglesia, el Estado y el laicismo

Bernardo Bátiz

Estas reflexiones parten de dos supuestos a priori, uno objetivo y otro subjetivo. El primero es que me referiré a la Iglesia católica y sólo en algunos momentos a otras Iglesias, porque el enfoque principal de este trabajo se refiere a nuestro país y, en México, la Iglesia católica es la única que ha contado en el pasado, en la época virreinal y hasta bien entrado el siglo XIX y hoy, mal que bien y a pesar de graves errores cometidos por algunos destacados dirigentes –me refiero por ejemplo al terrible caso de Marcial Maciel–, aún sigue siendo la mayoritaria en los censos y en la vida cotidiana del país.

El otro hecho a priori, el subjetivo, es que soy católico y por tanto formo parte de esta Iglesia y, por más objetivo que pretenda ser, mis opiniones estarán siempre matizadas y enmarcadas por esta circunstancia totalmente personal. Crecí y me eduqué como católico y soy un creyente ni más malo ni más bueno que la mayoría.

Para explicar mejor la realidad que pretendo transmitir, contaré una anécdota que escuché hace años: a un conspicuo profesor de la Escuela Libre de Derecho –de la que no provengo, aclaro, soy de la UNAM–, un alumno se atrevió a preguntarle si era protestante. La respuesta del maestro fue contundente: “Muchacho, cómo crees; si no creo en la religión verdadera, menos voy a creer en las falsas.”

Dicho lo anterior, con todo el respeto –como suele decirse– paso al tema de este trabajo, el de las relaciones Iglesia-Estado, que es inacabable y cambiante según las épocas y los lugares. Hay ocasiones en las que ambos poderes, el espiritual y el político, las dos instituciones, se enfrentan como en la guerra de las investiduras durante la Edad Media; forcejeo largo y reñido entre el papado y el imperio en torno a quién tiene el derecho de nombrar a los obispos; inquietante momento en que la duda es sobre la fidelidad de la estructura de la Iglesia, reclamada por Roma, que ejercía su ministerio en los reinos y feudos cristianos, bajo el poder civil de los monarcas y príncipes, y dentro de los de por sí confusos límites del Sacro Imperio Germánico, que reclamaba también control y obediencia.


Integrantes de asociaciones religiosas y civiles, marcharon pacíficamente para pedir al Senado que garantice un Estado laico, 1º de febrero de 2012. Fotos: Efe

Esa, la de las investiduras, y por eso la menciono, es la pugna modelo en la historia del cristianismo europeo. Nadie estaba fuera de la Iglesia, incluido el emperador pero, aun así, reclamaba su primacía; emperador y Papa aducían, cada uno a su favor, autoridad sobre los mismos súbditos.

En otros momentos de la historia, las dos instituciones forman una unidad que parece indisoluble pero que no lo es tanto. Los acomodos, los intereses comunes, hacen que la integración permanezca un tiempo más o menos largo, pero tanto el Estado cambiante, como la Iglesia, más conservadora pero obligada a entender los cambios políticos que le tocan en su circunstancia, son frecuentemente elementos disyuntivos que hacen que los poderes se enfrenten.

En los primeros siglos del cristianismo, la Iglesia fue perseguida por el poder civil y militar de los emperadores romanos. Luego, a partir del Edicto de Milán en 313, el poder triunfador de Constantino la reconoce y cesan por algún tiempo, no muy largo, las persecuciones pero no los conflictos. Demasiado pronto, casi de inmediato, Iglesia e imperio tuvieron que enfrentar juntos las invasiones de los bárbaros y, como se sabe, no hay mejor lazo de unión que afrontar un problema común.

Los bárbaros, que llegaban de más allá de las fronteras imperiales, exigían su espacio y disputaban el poder al gobierno decadente de los Césares. Al final de este proceso prolongado y oscuro, el imperio romano se extinguió pero la Iglesia sobrevivió y pudo, primero, convivir con los bárbaros y, luego, convertirlos al cristianismo. Es importante recordar que, a pesar de sus vicisitudes y peligros, también la Iglesia se ocupó de preservar los restos de la civilización grecorromana, las costumbres, el concepto de unidad, la organización y, en especial, los conocimientos prácticos del derecho romano y los especulativos de la filosofía griega; en ambos casos, mezclándolos con las nuevas ideas y convicciones surgidas de los Evangelios y también de la multitud de sermones, cartas, tratados, bulas, concilios que aportaron los cristianos y sus estudiosos padres griegos y latinos. Es un lugar común decirlo: el cristianismo pujante de los primeros tiempos vació en el viejo molde del imperio romano la nueva cultura y, sin duda, lo desbordó hacia todas partes, hasta los últimos confines.

Entre la derecha y la izquierda

Mucho tiempo y muchos acontecimientos después, aparecen en la historia los conceptos de izquierda y de derecha, precisamente durante el período crucial en que la historia dio uno de sus quiebres trascendentes: la Revolución francesa, que con las ideas de igualdad y libertad cambió a Europa y América. La izquierda, representada por los exaltados jacobinos, enemigos de la monarquía pero también de la Iglesia; la derecha, encarnada en los defensores de las viejas estructuras y, entre estas fuerzas conservadoras, en primera fila, el alto clero y la organizada red territorial de las parroquias francesas.

Hoy estos criterios se han vuelto equívocos y las pasiones políticas impiden frecuentemente enfocar con precisión las posiciones de personas, grupos o movimientos sociales en el espectro político; izquierda y derecha son extremos que se tocan y trastocan.

Un ejemplo mexicano: los conservadores del siglo XIX compartían varias convicciones que los definían y distinguían de sus rivales. En primer lugar, defendían los derechos de la Iglesia, el statu quo heredado de la sociedad virreinal; un gobierno fuerte y central; estamentos sólidos y difíciles de franquear. Pero entre sus convicciones más firmes estuvo siempre su desconfianza hacia Estados Unidos; conocieron de cerca la perfidia de Poinset, vieron cómo en 1860, cuando Miramón había cercado a Juárez en Veracruz, fueron barcos de la armada estadunidense los que lo salvaron del asedio. Les tocó también, con azoro, ser testigos y a veces valientes pero ineficaces protagonistas, como en las batallas de La Angostura y Churubusco, de la lucha por evitar el injusto atropello que se inició con la separación de Texas y concluyó con el despojo de la mitad del territorio nacional.

No podían, por todo esto, dejar de considerar a los estadunidenses como sus enemigos y a los liberales, que coincidían con esos enemigos en varias convicciones políticas e ideológicas, punto menos que traidores a la nación, a la Iglesia y a la tradición considerada como nuestra.

Esos conservadores decimonónicos, derrotados por los liberales, fueron la derecha de entonces, cuando la izquierda estaba encarnada en los “puros”, que defendían la separación de la Iglesia y el Estado, el federalismo, los valores democráticos y la economía abierta basada en la supresión del proteccionismo y la desaparición de las aduanas, esto es, apertura indiscriminada a todos los aventureros, mercaderes y especuladores del mundo. Podríamos decir que los “puros” eran partidarios del Tratado de Libre Comercio y de la globalización de entonces.

Intentar extrapolar las convicciones de entonces a nuestro tiempo nos lleva a una sorpresa: la derecha actual, representada políticamente por el PAN y por el PRI de los últimos treinta años, y en lo social por una clase media asustada y mal informada, fácilmente manipulada por la televisión, tiene poco que ver con la del siglo XIX. La derecha, hoy, es proyanqui, no sólo partidaria sino anhelante de que vengan capitalistas y capitales extranjeros, así como dispuesta y abierta a los vaivenes de modas extravagantes e ideas contrarias a la tradición.

La izquierda, en cambio, es actualmente enemiga del imperio estadunidense, al que ve como una potencia militar y económica que avasalla, explota, oprime e impone sus estructuras e instituciones políticas y comerciales a todos los pueblos que puede y en todos los países al alcance de sus innumerables tentáculos, largos y poderosos, encarnados lo mismo en embajadas y consulados que en empresas, en fundaciones, organismos no gubernamentales, sectas religiosas, clubes de servicio y todo tipo de grupos y colectivos, abierta u ocultamente imperialistas.

Ciertamente, los izquierdistas del presente pueden admirar a los de hace ciento sesenta años, pero tendrían con ellos serias diferencias. Lo mismo sucedería con los derechistas del momento actual, que verían a sus antepasados de la Guerra de tres años, enemigos de la Reforma y partidarios del imperio, como extraños y diferentes en convicciones y en metas políticas.

Por esa razón y por otras más, si queremos hoy día clasificar a la Iglesia católica y a los católicos sin mayor análisis como conservadores o como liberales, caeríamos fácilmente en imprecisiones y en juicios parciales.

Un ejemplo entre otros: la maestra Tania Hernández Vicencio, del INAH, en un estudio sólidamente documentado que publicó con el título Tras las huellas de la derecha, distingue la existencia de dos expresiones de ésta: la derecha católica conservadora del siglo XIX y la católica liberal de nuestros días.

La observación, aguda sin duda, compartida por otros estudiosos, es sin embargo incompleta. Hay dentro de la Iglesia mucho más que expresiones conservadoras y liberales, encontramos dentro del catolicismo prácticas e ideas que se identifican con una visión crítica del capitalismo y del liberalismo imperante, una visión que tendríamos que situar fuera de la dicotomía liberal-conservador, de contenido social, contraria al individualismo, con ideas de avanzada, de justicia social y, en ocasiones, francamente de izquierda.

La Iglesia en el siglo XIX, es cierto, estuvo abiertamente del lado de los conservadores y hoy parece que está, al menos en sus sectores más influyentes, de lado del neoliberalismo. Por tanto, concluyen muchos –entre ellos la autora a la que me referí–, esta Iglesia que tan fundamental papel ha jugado en la historia del mundo y en la historia de México, es solamente conservadora o liberal.

Las cosas no son tan sencillas, la respuesta no puede ser tajante. La Iglesia ha sido en muchas ocasiones, en infinidad de momentos y en sectores y personajes muy destacados, una Iglesia de avanzada, con fuertes compromisos sociales, y algunos de sus miembros más conspicuos han sido renovadores, disidentes, críticos de la situación imperante y muchas veces verdaderos revolucionarios.

La Iglesia ha durado demasiados años, siglos ya, y ha sido constante en la convicción de que permanecerá para siempre; por ello, por su larga experiencia política y diplomática, se adapta como puede, a veces fácilmente, otras con riesgos y trabajos, a las circunstancias que va tocándole vivir y superar. No es la primera vez que se encuentra en crisis y que sus detractores profetizan su desaparición; para lograr su sobrevivencia desarrolló un instinto certero: “mi reino no es de este mundo” sentenció su fundador, pero está en este mundo, al que se siente llamada a cambiar, convertir y salvar.

Dos anécdotas que ayudarán a explicarme: cuando Charles de Gaulle tomó el poder en Francia a la derrota de la Alemania hitleriana, dio al nuncio de la Santa Sede en su país, Monseñor Angelo Giuseppe Roncalli, una lista de prelados que habían colaborado con el gobierno nazi de ocupación, para que fueran removidos y de ser posible expulsados de Francia; pasaron semanas y luego meses y el nuncio daba largas al asunto, aduciendo investigaciones, trámites burocráticos y la exigencia de prudencia para no cometer atropellos. Un día, ya muy impaciente, en un encuentro casual, De Gaulle le preguntó con tono rudo a quien después sería Juan XXIII, hasta cuándo la Iglesia iba a esperar para sancionar a los colaboracionistas. “¿No tienen prisa?”, le espetó ásperamente, a lo que el Cardenal Roncalli contestó pausado: “No, señor, la Iglesia no tiene prisa: es eterna.”

Catolicismo y compromiso social

Otra referencia distinta y distante: siendo yo profesor de Derecho en la Universidad Iberoamericana, dirigida por jesuitas, que respondían a inquietudes de justicia social, fue invitado don Sergio Méndez Arceo a dar una conferencia a estudiantes y maestros. Este clérigo, de pensamiento abierto, culto y, para simplificar su definición, de izquierda, siempre estuvo al lado de los pobres y fue defensor de sus causas. Habló en el auditorio de la Ibero; el tema de la conferencia ya no lo recuerdo, lo notable fue entonces la pregunta malintencionada de una periodista que, sin venir al caso, le inquirió acerca del clero cubano que se quedó en la Isla bajo el gobierno revolucionario de Fidel Castro. Don Sergio contestó sencillamente que los pastores deben estar en donde están sus ovejas y si a los sacerdotes cubanos les tocó ejercer su ministerio bajo un gobierno de inspiración marxista, ahí deberían estar con sus fieles.

Al día siguiente, el periódico amarillista al que servía la reportera publicó, a ocho columnas, una nota exagerada acusando al obispo de Cuernavaca de partidario del régimen comunista de Cuba y defensor de sacerdotes marxistas. Varios maestros, indignados con la nota tramposa que buscaba engañar a los lectores, atribuyendo a Méndez Arceo algo no dicho por él, enviamos una carta aclaratoria que se publicó, por supuesto, en páginas interiores y medio escondida.

Lo que con estas anécdotas pretendo sugerir es que la Iglesia tiene un claro concepto de sí misma, como una institución perenne que debe estar en donde le toca estar, sin importar el tipo de gobierno que prevalezca en el lugar en donde cuente con sacerdotes y fieles, sorteando los obstáculos y riesgos que encuentre a su alrededor.

Todos sabemos del pensamiento progresista del obispo Méndez Arceo y es reconocida su posición como clérigo comprometido con los explotados y simpatizante de los movimientos que en Centro y Sudamérica, así como en México, reclamaban una distribución de la riqueza más equitativa y denunciaban a los gobiernos autoritarios y regímenes militares caracterizados por ser violadores de derechos humanos; nadie lo tachó entonces de derechista, ni tampoco ahora.

La historia nos muestra otras expresiones y corrientes de un catolicismo comprometido no con los potentados, sino con los pobres; en México tenemos otros casos muy conocidos: el de don Samuel Ruiz, obispo de Chiapas; el actual obispo de Saltillo, don Raúl Vera; el padre Alejandro Solalinde, solidario a riesgo de su vida con los emigrantes; los jesuitas del Centro Miguel Agustín Pro Juárez de Derechos Humanos; los que están con los tarahumaras y alguien más cercano, el padre Miguel Concha, fundador del Centro Fray Francisco de Vitoria, luchador por el reconocimiento y respeto a los derechos humanos. Estos son algunos, entre otros muchos botones de muestra, que acreditan que la Iglesia no es un bloque sólido de conservadurismo o de posición de derecha, como simplificando se le sitúa; la Iglesia está en donde se le requiere, cerca de príncipes y potentados muchas veces, pero otras muchas también, y quizás con más frecuencia, del lado de los pobres y los desvalidos.

Hay muchos ejemplos más de esta preferencia por los pobres y la justicia. Recuerdo a San Buenaventura diciendo que el anatocismo es el robo so pretexto del contrato; a Santo Tomás de Aquino condenando el agio y el abuso de los mercaderes; al clero inglés del lado del pueblo y del rey frente a los excesos e injusticias de los barones terratenientes; a los curas obreros de Francia.

En la historia de México, la lista de religiosos defensores de los indígenas es larga. Baste mencionar a Bartolomé de las Casas, a Motolinía, a Vasco de Quiroga, fundador de los pueblos hospital, y muchos más.

A principios del siglo pasado, la Iglesia dio notables muestras de inquietud por los problemas sociales. Entonces tuvieron lugar los Congresos Católicos Nacionales, en Puebla en 1903; Morelia en 1904, Guadalajara en 1906; Oaxaca en 1909, y la culminación de la serie, la dieta de Zamora de 1913. En todas estas reuniones de clérigos y seglares, a lo largo de diez años, se trataron bajo la inspiración de la encíclica Rerum novarum de León XIII, temas de avanzada poco considerados por los liberales triunfadores medio siglo antes y vistos con indiferencia por los “científicos” del porfirismo.

En estos congresos católicos y en la gran dieta de 1913, se propusieron soluciones radicales a los graves problemas de la época; se impulsó, y no sólo en la teoría, el crédito accesible a los pobres a través de las cajas populares, el cooperativismo y la organización sindical. En materia agraria las propuestas fueron de vanguardia: reformas encaminadas a asegurar a los campesinos la posesión estable de la tierra, en cantidad suficiente para “el decoroso sustento de su familia”.

En materia laboral la dieta se adelantó a proponer el salario mínimo, el descanso obligatorio, un seguro contra el paro, patrimonio familiar inembargable, condiciones seguras e higiénicas en los centros de trabajo, tribunales de arbitraje para las controversias, participación en las utilidades y en la propiedad de las empresas, protección contra el agio y el reconocimiento legal de los sindicatos, entonces perseguidos y proscritos.

Para algunos, la dieta de Zamora y los congresos que la precedieron, fueron una de las fuentes en donde los constituyentes de 1917 se nutrieron precisamente en las materias torales de la Constitución: las garantías sociales contenidas en los artículos 27 y 123.

Pretendo hacer patente que hay una corriente de pensamiento católico que no es conservadora, que no es tampoco cómplice del capitalismo y que se ha expresado consistentemente a través del tiempo y de diversas maneras en la preferencia por los pobres y en la búsqueda de la justicia social. Esta línea consistente y auténtica, fiel a los Evangelios, tiene que expresarse junto a y dentro de las estructuras políticas; no puede estar fuera de ellas, pero de ninguna manera debe pretender privilegios ni ventajas frente a otras formas de expresión religiosa, sino sólo existir y tener voz en la sociedad moderna y aceptar, como algo irreversible y positivo, la separación Iglesia-Estado.

Sin privilegios ni componendas

Aceptar convivir en un Estado laico implica tolerar y entender que otras creencias y otros grupos religiosos compartan el territorio y el ámbito político que tienen en común; un Estado laico supone que no hay una Iglesia oficial y otras no oficiales. Todas, ante la ley, tendrán existencia jurídica, derechos y obligaciones, y estarán sujetas por igual a la soberanía que radica en el pueblo y que hacia el interior del Estado se manifiesta en supremacía legal. Se trata, a fin de cuentas, del respeto a los derechos de las minorías.

En materia educativa la laicidad se manifiesta en la imparcialidad que el poder público, representante del Estado, debe tener en las escuelas a su cargo frente a todas las creencias religiosas o convicciones no religiosas.

En política, y quizás este sea el punto central de la discusión, en un sistema laico no se puede identificar a una Iglesia con el Estado, ni puede haber por parte de la Iglesia mayoritaria –pero tampoco de alguna otra– compromisos partidistas, sin que esto signifique indiferencia de la organización o de los creyentes frente a los problemas comunes. La Iglesia, pequeña o grande, debe jugar su papel pastoral sin apoyos ni privilegios que el Estado le proporcione. Para lograr que sus fieles cumplan con las conductas que les exigen sus convicciones, las Iglesias no pueden pedir ni mucho menos exigir que el Estado les proporcione la fuerza jurídica o política para imponerse. El Estado ya no es, ni podrá serlo en adelante, el brazo secular de la Iglesia, como lo fue en el pasado y, por cierto, no sólo en el ámbito católico. Iglesias y Estado, cada uno con sus fines y organización, deben existir con recíproco respeto e independencia.

Una consideración más. No pretendo, ni mucho menos, decir aquí la última palabra ni creo que alguien pueda hacerlo; prefiero hacer mío un pensamiento de Chesterton simultáneamente humilde y profundo: “La Iglesia católica sigue siendo un arcano, incluso para los creyentes. Así que es tontería que los no creyentes se quejen porque les parece un enigma.”

Me parece un enigma y un arcano, pero me convence cuando no quiere sustituir al Estado ni aliarse con él en contra de otros, cuando se conforma con ser “la sal de la tierra” y estar donde le toca, como dijo Méndez Arceo, especialmente cuando su posición es al lado de los pobres y no al lado de los poderosos, cuando opta por los trabajadores y no por el capital, cuando busca la verdad y rechaza la falsificación y la superchería; cuando alienta procesos sociales que unen, como la solidaridad y la cooperación, y no cuando se pone de lado de la guerra, la obstrucción y la competencia.

Espero –como católico, repito, ni más bueno ni más malo que los demás– que prevalezca una Iglesia que busque una sociedad igualitaria con oportunidades para todos, que no clasifique a las personas en triunfadoras por un lado y multitudes de perdedoras por el otro, una Iglesia humanista, respetuosa de las demás agrupaciones, de otras Iglesias, del Estado mismo, de la empresa económica, de la escuela, de las organizaciones recreativas, que no las suplante ni las use sino que esté dispuesta a servirles.

Hay una veta en la Iglesia católica, la ha habido antes y esperamos que permanezca sobre la tentación de otras tendencias conservadoras o neoliberales, que la coloca a la vanguardia de las ideas de justicia distributiva y justicia social, que retoma el pensamiento expuesto por innumerables fieles que prefieren la solidaridad con los pobres, el respeto a la dignidad de las personas y la convicción de que en lo esencial todos somos iguales. Todo esto no sólo en la prédica y en la literatura pastoral, sino en la práctica cotidiana, por encima del sentimiento de superioridad y de la soberbia de clase y en búsqueda de los marginados, proletarios, plebe, pobres, indios o como les llamen.

Me quedo con la Iglesia de los pobres y no con la de los vacuos e impreparados, que ni siquiera saben a quién sirven.