Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 24 de junio de 2012 Num: 903

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Dos poemas
Yorguís Pavlópoulos

Leer y escribir:
nuevas tecnologías

Sergio Gómez Montero

Apuntes sobre la grafofobia
Rocío García Rey

La palabra escrita:
usos, abusos y nuevas tecnologías

Xabier F. Coronado

¿Escribir?
Rodolfo Alonso

Prisas y tardanzas
del poder

Vilma Fuentes

De la palabra escrita a
la palabra asalariada

Fabrizio Andreella

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Enrique Héctor González

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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De la palabra escrita
a la palabra asalariada


Ilustración de Juan Gabriel Puga

Fabrizio Andreella

Toda palabra es falsa.
Pero ¿qué hay sin palabras?

Elias Canetti

Casi todas las civilizaciones de la historia conocida han afirmado que un libro puede cambiar la vida. Los Vedas, las upanishad, el Canon Pali, la Torah, los Evangelios, el Corán, el Popol Vuh son los casos más célebres de textos que tienen la ambición de tener un efecto catártico y subversivo en el lector atento.

Las corrientes filosóficas y las culturas secularizadas han heredado con entusiasmo esta creencia y han asignado una especie de sacralidad laica a las obras de Homero, Platón, Dante, Cervantes, Shakespeare, Proust, Tolstoi. Así, la palabra escrita ha tomado posesión de muchas regiones del pensamiento, del arte a la ciencia, de la filosofía a la política. Y poco a poco la cultura ha conquistado el derecho a ofrecer al hombre incluso el placer de leer sin otra finalidad que el placer mismo.

Todo este glorioso camino de la escritura, con el cual el hombre ha transmitido y heredado conocimientos y arte, ha desarrollado la reflexión racional y el pensamiento abstracto, ha gozado de placeres íntimos y entusiasmos compartidos, ha llegado a un callejón que, si no es sin salida, seguramente es sin mucha luz.

Desde los años sesenta del siglo pasado, la fuerza de la palabra escrita empieza a vacilar. En esa década, mientras los medios audiovisuales entran con seductora prepotencia en los hogares del pueblo (el pueblo consumidor, el pueblo elector), el intelectual, aunque fascinado por la fuerza propulsora de las masas, enreda sus especulaciones en un lenguaje para iniciados. Se dirige así a unas élites culturizadas que funcionan como espejo narcisista y, al mismo tiempo, como muro que lo clausura en un castillo lejano de la realidad popular. Literatura y filosofía hablan de las masas; televisión y publicidad hablan a las masas.

Con los años setenta, el mundo occidental sufre la incandescencia del clima político-cultural. La larga confrontación entre ideas contrapuestas de la sociedad parece haber llegado a la batalla final. Sin darse cuenta, a nivel semántico, el intelectual militante se aleja definitivamente de las masas que cree formar y dirigir. Con su inconsciente aislamiento gana prestigio, pero pierde contacto e influencia sobre la realidad. Además, el aire de santidad que rodea a las estrellas del firmamento cultural convierte en herejía cualquier crítica al hermetismo expresivo. La intelligentsia toma tan en serio su rol de vanguardia que, cuando mira atrás para lanzar el grito de guerra, solamente una raquítica minoría entiende su jerga. Son años en que el mundo de la comunicación, impulsado por la publicidad, la televisión y las artes visuales, empieza a desertar la palabra para abrazar una nueva información ideográfica, más directa y sencilla, que permite comunicar emociones con iconos.

Desde este punto de observación, logotipos de marcas y estrellas del cine hollywoodenses, muebles a la moda en la casa burguesa y símbolos revolucionarios en las playeras estudiantiles nacen todos del mismo ambiente psíquico. Son promesas emocionales de un lenguaje nuevo que paulatinamente expulsa a la cultura alfabética, no del trono más prestigiado –que sigue siendo una prebenda inocua concedida a la palabra escrita –, sino del puente de mando.

En los años ochenta, los iconos del deseo aterrizan en objetos de consumo masivo y, a través de ellos, las masas quieren apropiarse de una identidad que hasta entonces solamente podían soñar. La emancipación pasa por la seducción, y el medio televisivo ofrece el lugar para el ligue. Por otro lado, el erudito empieza a criticar a las masas (por)que no lo siguen, mientras las pantallas en los hogares de los ciudadanos actúan como verdaderos intelectuales orgánicos de la sociedad capitalista para indicar aspiraciones e ideas, deseos y proyectos que son adecuados, legítimos y apreciables.

En la década de los años noventa, el lenguaje iconográfico perfecciona la ocupación militar de la información, que mientras tanto ha ganado el apellido nobiliario de “multimedia”. Emoticones, acrónimos, esquemas, dibujos, listas, animaciones, son signos que conquistan el lenguaje de la comunicación social expresando las emociones sin pasar por la mediación racionalizadora de un alfabeto. Los intelectuales se ven encerrados en un zoológico, prestigioso sí, pero manifiestamente irrelevante a nivel sociopolítico. Nadie admite, pero todos saben, que un partido de futbol o un programa del Gran hermano son más influyentes a nivel psíquico (como forma de pensar) y social (como forma de actuar) que una novela de Carlos Fuentes o un ensayo de Octavio Paz.

Para utilizar una metáfora, en la segunda mitad del siglo XX la cultura escrita tiene con los medios audiovisuales la misma relación que la aristocracia en decadencia mantuvo con la burguesía en la época moderna. El inicial rechazo altanero de una clase social que se dedicaba al trabajo comercial se transformó en desprecio oculto ante la necesidad de recaudar riqueza fresca y tangible mediante matrimonios interclasistas que, por otro lado, ofrecían a los mercaderes el prestigio de un título nobiliario. Hoy en día la situación es la misma: talentos artísticos verdaderos –músicos, escritores, artistas plásticos– realizan jingles, guiones y escenografías para la televisión y la publicidad, prestando su creatividad a cambio de dinero.

Según el brillante filósofo esloveno Slavoj Zizek, en el nuevo capitalismo “la vieja burguesía no tiene una función, por lo que se le ha asignado una nueva función como managers asalariados”. Esta clase asalariada de profesionales no incluye sólo directores ejecutivos, sino también abogados, médicos, ingenieros, intelectuales, periodistas y artistas. Es un grupo social que sigue apoderándose de la plusvalía del trabajo de dos maneras: con sueldos muy altos y/o con menos labor y más tiempo libre.

La retribución privilegiada, escribe Zizek en su ensayo “The Revolt of the Salaried Bourgeoisie” publicado por la London Review of Books, “existe no por motivos económicos sino políticos: mantener una clase media en función de la estabilidad social”. El filósofo esloveno lleva su análisis inexorable a medirse con la crónica política: la protesta anticapitalista de estos últimos años de crisis económica global no ha sido conducida por los proletarios, sino por los niveles más bajos de la burguesía asalariada que no quieren acabar como ellos. “Aunque sus reclamaciones están nominalmente dirigidas contra la lógica brutal del mercado, están en efecto protestando contra la erosión gradual de su posición económica políticamente ventajosa.”

Esta observación desafiante y sagaz de Zizek, definido por la prensa conservadora estadunidense como “el filósofo político más peligroso de Occidente”, es también una invitación a reflexionar sobre la función social del intelectual y su relación con las fuerzas del mercado que influyen en su forma de pensar con discretas prebendas y reservados privilegios.