Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 24 de junio de 2012 Num: 903

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Dos poemas
Yorguís Pavlópoulos

Leer y escribir:
nuevas tecnologías

Sergio Gómez Montero

Apuntes sobre la grafofobia
Rocío García Rey

La palabra escrita:
usos, abusos y nuevas tecnologías

Xabier F. Coronado

¿Escribir?
Rodolfo Alonso

Prisas y tardanzas
del poder

Vilma Fuentes

De la palabra escrita a
la palabra asalariada

Fabrizio Andreella

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Enrique Héctor González

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Prisas y tardanzas del poder

Vilma Fuentes

Rafael y Jorge se distinguían sobre todo porque el primero siempre llegó tarde a sus citas y el segundo llegaba antes de la hora. Aparte de ello, eran bastante parecidos. Sus estudios en la Facultad de Derecho obtuvieron los mismos brillantes resultados. Desde la escuela primaria se distinguieron por una particularidad que hacía reír a los demás escolares. Algunos niños, cuando se les pregunta qué quieren hacer en la vida, responden que desean ser bomberos o gendarmes. Los niños son modestos. No retienen más que lo que ven sus ojos: el oro del casco, los galones del quepí. Jorge y Rafael tenían esa edad cuando el brillo de un casco dorado, el prestigio de un uniforme, parece el colmo de la gloria, pero don Jorge y don Rafael no veían lo mismo que los otros niños. La modestia no era su virtud. No dudaban en responder: “Yo seré presidente.” Desde su tierna infancia sabían qué codiciaban. Su generación fue una de las más brillantes. Verdadero semillero, de ahí salieron dos campeones de box, un peso pluma, el Mosquito López y un peso completo, el Lingote Aguilar. El director de la policía, un verdadero jefe frente a quien nadie tosía sin verse con las patitas tiesas; ¿prueba?: los muertos del ’68. Un cineasta ganador de un Oscar, dos rectores, cuatro gobernadores, un arqueólogo capaz de encontrar momias egipcias bajo las ruinas de Taochimantizán, e incluso el narco más rico del planeta.

En la preparatoria, durante uno de los banquetes de la generación, cada alumno confesó sus aspiraciones. Cuando tocó el turno a Jorge, respondió sin balbuceos: “presidente de la República”. Los otros estudiantes se le quedaron viendo con sorna, a la manera de personas sensatas obligadas a escuchar sin inmutarse a un loco. Rafael, fiel a sus costumbres sin prisas, después de un largo silencio, a la manera de un hombre sin futuro, lanzó, sin agresividad, un eco y un desafío: “También presidente, pero después.” Nunca dijo después de qué.

Ambos tuvieron dos matrimonios. Luego del fallecimiento de su primera mujer, Jorge se casó de inmediato con la segunda. Rafael, en cambio, después de divorciarse de su primera esposa, pasó varios años de soltero antes de contraer nuevas nupcias con la ya progenitora de dos de sus hijos. Si hubo paralelos en sus vidas, las diferencias no faltaron: su relación con el tiempo no era la misma. Jorge estaba siempre apurado, parecía correr tras una presa invisible que le escapaba; Rafael caminaba con un paso indolente, como si dispusiera del tiempo a su antojo, como si ya tuviera el poder. Uno actuaba como inquilino amenazado de expulsión, el otro como propietario del tiempo. En secreto hubo apuestas cuando se les vio lanzarse a la carrera política; Jorge con sus prisas, el tono engolado y las palabras vacías que cada oyente rellena como puede; Rafael con su indolencia, sus silencios y el carisma de quien posee el lujo de perder el tiempo.

Jorge pasó todas esas preliminares que son las diversas elecciones populares, diputado, municipales, gobernador, con su eterna prisa. Rafael, como quien no quiere la cosa, fue también diputado, presidente municipal, gobernador, y siempre con esa lentitud que da el tiempo de olvidar, repetía las peripecias de la carrera de su condiscípulo. Si nadie era capaz de criticar sus simiescas actitudes, acaso frutos de la admiración, Jorge no soportó esas muestras de observación que eran la caricatura de sus actos y no podían nacer sino de alguien que lo mimaba para ridiculizarlo.

Un encuentro algo vivo marcó la fecha de su alejamiento. Durante una campaña electoral, Jorge interrumpió con brusquedad a Rafael cuando éste le aconsejaba paciencia: “Tú, Rafita, tú no sirves para nada. Piensas. Escribes. Necedades para las que no tengo tiempo que perder.” Rafael no respondió. Tomó el tiempo de guardar silencio.

Vino la recta final. Los dos habían pasado por todos los puestos de elección popular posibles. Ambos eran secretarios de Estado. Y de los más importantes. Las fuerzas vivas de la nación se dividían. El presidente en ejercicio estuvo a punto de echar un volado, según él mismo dijo con la siniestra mueca que era su sonrisa. Cuando dio audiencia a Rafael en Palacio Nacional, los apostadores a su favor se acariciaron los bolsillos. Después se dijo que fue el mismo Rafael quien se desistió en favor de don Jorge. Que sintió miedo, que presa de pánico pidió un día para pensarlo, y el lapso de esa duda decidió al presidente que ese timorato no podía ser su sucesor. Lo que fue cierto, sin querer hacer guasas, fue la urgencia con que empezó su candidatura oficial entre militantes del Partido, fuerzas patronales, comerciales y obreras: todos corrían despintando mantas, cambiando el nombre de Rafael por el de Jorge, desviando el trayecto de los desfiles.

Jorge Cisneros no tenía cincuenta años cuando fue investido Presidente. Llegó antes, como de costumbre. Con las mismas prisas dirigió al país. No paró de correr un segundo esos años durante los cuales, son sus palabras, vio su vida en cámara acelerada proyectándose hacia atrás, cada vez más rápida a medida que el conteo regresivo de sus días en la Presidencia iba disminuyendo. De su paso por el poder dejó pocas huellas, tanto fue el apuro con que pasaba de un asunto a otro. Ni la traza de una gota de sangre de la matanza en Apotzinango quedó en sus manos: en su apuro, debe habérselas lavado de antemano.

Jorge dejó la Presidencia hace casi cuarenta años. Rafael, en la misma época, se alejó de la política. La muerte los sorprendió hace unos días, con sólo algunos minutos de diferencia. Las apuestas con el tiempo se pierden siempre. Jorge, quien lo devoraba, y de quien hubiese podido decirse que era un muerto en vida desde que lo abandonó el poder, siguió vivo como un fantasma que ya no asustaba a nadie. Rafael, quien malgastaba su tiempo sin hacer cuentas y lo vivía como una eternidad fuera de horarios, recibió la cuenta de sus minutos a la hora exacta. Allí no pudo llegar tarde.